Mariana Larobina - Juan Cruz Varela (*)
Entre 1976 y 1983, Carlos Antonio Uzín fue amo y señor de todo lo que sucedía en la Facultad de Ciencias de la Educación de la UNER. En ese período, y aún antes, la casa de estudios fue duramente golpeada por los militares que al terror físico y psicológico ejercido sobre los alumnos, le sumaron el ataque contra el patrimonio cultural. Centenares de libros que estaban en la biblioteca fueron desaparecidos por cuestiones ideológicas. Con el tiempo, esta historia se convirtió en el eje central de cómo la dictadura atacó a la facultad, pero al mismo tiempo se ocultó sistemáticamente la desaparición de tres estudiantes a manos de los militares.
Era un día común, o al menos todo lo común que podían ser los días en esos años de oscuridad. El hombre llegó a la biblioteca y ordenó sacar una serie de libros. Nadie sabía exactamente lo que quería decir o hacer, pero ninguno le puso objeciones. O tal vez sí lo sabían y el miedo los aplacó. En total eran más de 1.000 los ejemplares que había que seleccionar, con una lista de autores y temas comunes: Paulo Freire, Rodolfo Walsh, Juan Perón, Louis Althusser, Rodolfo Puiggrós, Herbert Marcuse, Salvador Allende, Sigmund Freud; comunismo, marxismo y peronismo. Para la noche, había una pila de libros separados, tal como había pedido el señor.
Y la chimenea ardía. Ya no quedaba nadie en la casa. Sólo estaba él con algunas de sus oscuras amistades listos para iniciar la danza. A la medianoche comenzó el ritual: se hizo un círculo con piedras rodeando el fuego y comenzaron a arrojar los libros, mientras bailaban alrededor cantando y revoleando los brazos. Al cabo de unas horas, ya no quedaban más que cenizas y el aroma de la destrucción.
La historia dice que en 1976 el decano interventor de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos (UNER), Carlos Antonio Uzín, ordenó sacar de circulación y destruir en una hoguera una importante cantidad de libros, documentos y testimonios contrarios a la doctrina que pretendía implantar el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. Lejos de la realidad, el destino de los libros que fueron sacados de la facultad durante la dictadura militar aún no ha podido ser esclarecido, aunque varias historias se han tejido al respecto, ya que no está claro cuál fue el papel que cumplieron los empleados de la biblioteca y cómo colaboraron en la desaparición final. Ha trascendido que hubo cierta resistencia por parte de integrantes de la biblioteca a ejecutar la orden de depuración.
Según cuentan algunos, para preservar los libros que debían ser dados de baja el personal los envió al Rectorado en Concepción del Uruguay. Pero la partida fue interceptada por las autoridades militares y desaparecida. Sin embargo, no hay pruebas documentales que certifiquen esto. Otros cuentan que los libros estuvieron durante muchos años en los sótanos de la propia facultad, hasta que finalmente fueron sacados, en pésimas condiciones de conservación, con signos de enmohecimiento por hongos y humedad y finalmente fueron destruidos. Y no faltan quienes relatan que tras la depuración, fueron enviados a la Segunda Brigada Aérea de Paraná, donde fueron quemados o mojados y enterrados junto con otros ejemplares que eran secuestrados de las casas de los detenidos políticos.
Pero la construcción del mito de la danza alrededor de la hoguera en la que ardían los libros fue creciendo con los años, a tal punto que se transformó en el eje del accionar de la dictadura en la facultad durante los años del Proceso, que docentes y alumnos repiten incansables a las nuevas generaciones que ingresan, aunque nadie sabe cómo surgió verdaderamente esta historia.
En El mito político: naturaleza y función, Mario Justo López dice que “muchas veces se ha observado que un mito no tiene autor. Su origen tiene que ser oscuro y su propio sentido lo es en parte”, pero agrega que “el carácter más profundo del mito es el poder que sobre nosotros tiene, generalmente sin que nosotros lo sepamos”.
Así es que el mito de la quema de libros en la Facultad de Ciencias de la Educación tiene tantos autores como estudiantes han pasado por sus aulas. Todos alguna vez han sabido relatar con mayor o menor fidelidad esta historia que llegó a sus oídos en alguna clase o una tarde en una ronda de mates en la plaza. Allí es donde radica el mayor poder del mito: en el hecho de haber trascendido de generación en generación, sin saber realmente quién lo contó por primera vez. Y así fue como se construyó la historia de la dictadura en la facultad a través del mito de la quema de libros.
“Mito” proviene del término griego muthos, que significa “relato”, o “lo que se ha dicho”, y alude a una amplia gama de sentidos, ya sea una expresión, una historia o el argumento de una obra, por ejemplo. En términos generales podríamos decir entonces que un mito es una historia, una fábula simbólica, simple e impresionante, que resume un número infinito de situaciones más o menos análogas. La definición podría decir que se trata de “un relato de algo fabuloso, transcurrido en un tiempo pasado no localizable y referente a las acciones de las cosas personificadas (seres, fenómenos naturales, etcétera)”, señala López. Aunque esos relatos están sustentados por algún tipo de memoria del pasado y describen su desarrollo en términos de fuerte realismo, principalmente por su narrativa, mezclando realidad y fantasía.
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