El poder del chisme

Edición: 
712
Publican estudio etnográfico realizado en Paraná

Silvio Méndez

Recientemente editado en la colección del Centro de Antropología Social, se presentó este fin de semana el libro De boca en boca. El chisme en la trama social de la pobreza, de Patricia Fasano. Esta investigación, que fue llevada a cabo a partir de una prolongada labor en el Barrio La Pasarela de la capital provincial, indaga la intervención y producción colectiva de sentidos en condiciones de exclusión. A partir de una búsqueda en torno a la sociabilidad del chisme, la autora aborda una práctica menospreciada, pero que entraña notorias incidencias sobre quienes detentan autoridad y mando en una comunidad determinada. En diálogo con ANALISIS, Fasano reflexionó sobre los límites a la divulgación de creaciones de la universidad pública, así como describió el proceso de trabajo en su dimensión política y de generación de conocimiento.

Como muy pocas veces sucede con producciones locales, más aún de índole académico, se acaba de publicar De boca en boca. El chisme en la trama social de la pobreza, de la investigadora Patricia Fasano. La autora, docente de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos, elaboró desde las ciencias de la comunicación un estudio de corte etnográfico que realizó en el Barrio La Pasarela de Paraná. A partir de indagar sobre la práctica del chisme, Fasano relevó las dimensiones y potencial de determinadas intervenciones sociales en las actuales condiciones de pobreza. Este libro que se presentó recientemente, integra la serie de etnografías argentinas contemporáneas que publica el Centro de Antropología Social del Instituto de Desarrollo Económico y Social junto con la Editorial Antropofagia. En charla con ANALISIS, habló sobre algunos aspectos que trata el escrito y el derrotero que llevó su elaboración.

-¿Por qué es tan inusual que se publiquen investigaciones de la universidad pública?
-Justamente, a partir de haber publicado, me di cuenta del impacto y lo excepcional que lo es en nuestro medio. Creo que fundamentalmente se debe a condiciones materiales muy concretas que tienen que ver con el presupuesto de la universidad. Pero más que eso, condiciones políticas, de visión. Hay países de América Latina como Chile, con una economía más chica, que están invirtiendo más en educación pública que la Argentina. Y, dentro de la universidad, la carrera de investigador está planteada como muy hacia adentro. Acá se une una cuestión política y cultural respecto de esto que –creo que hay que desmitificar–, para publicar uno tiene que tener algo muy importante para decir. Soy una convencida de que la producción de conocimiento, por ser social, tiene que circular. Esta falta nos pone a los investigadores en lugares muy frágiles que, por ahí, revisten posturas de omnipotencia o soberbia, pero en realidad la publicación permite posicionarte y ser puesto en discusión públicamente tu trabajo, que no es menor. No sólo en el ámbito académico, sino que la gente de la que hablamos desde las ciencias sociales pueda, eventualmente, ser en algún sentido consumidora de lo que producimos. Esto obliga a construir y fortalecer tu posición. Publicar debiera ser una cosa natural, más que nosotros trabajamos produciendo ideas. Pero bueno, no sólo es cultural, hay una cuestión muy clara, que no hay política de publicación y menos para el interior del país. En Buenos Aires es estar a mano de las editoriales o de universidades como la UBA. Pero sin ir más lejos, la Universidad Nacional del Litoral tiene más presupuesto para publicación. Pero bueno, la Universidad de Entre Ríos es chica, su editorial está en un período de organización, y nunca se le ha dado un especial énfasis político a la cuestión de la publicación.

-¿Cuál ha sido el origen de este trabajo?
-Desde hace como 20 años, cuando cursé la carrera de Comunicación, me empecé a interesar por lo que son las prácticas de comunicación en los sectores de pobreza. Particularmente me interesó indagar cómo las características específicas de la pobreza –características culturales, económicas, sociales– producían énfasis distintos en prácticas de comunicación que conocíamos. En estos años que llevo trabajando en investigación, trabajando en barrios, me llamó mucho la atención la importancia que la propia gente le atribuía al chisme, como una práctica que ellos identificaban claramente como reguladora de la socialidad comunitaria. El chisme es habitual en todo ámbito social, institución, pero me resultó raro que la gente lo identificara como una práctica que regulara fuertemente su vida; algo que le tenían temor, y respecto a lo cual desplegaban actitudes para protegerse. Entonces, con un interés de impronta antropológica, esa pregunta por lo extraño, qué era esta importancia, comencé a preguntarme si creemos que hablamos de lo mismo, y a lo mejor esta práctica tiene especial corrosividad en este sector social. Amén de eso, me preocupa desde hace tiempo la centralidad que tienen en la formación de los comunicadores dos cosas: todo lo que está en torno a los medios masivos y, por otro lado, todo lo centrado en los fenómenos de clase media. Como que, en la carrera, se nos da elementos teóricos muy abstractos de lo que es trabajar con sectores sociales diferentes a los que nosotros pertenecemos. Con todo esto tiene que ver.

-¿Por qué has dicho que tu mirada es también es una elección política?
-Es una posición política respecto del campo académico de la comunicación y también respecto de lo que significa la intervención de los comunicadores en el diseño y ejecución de programas sociales. Creo que los comunicadores que trabajan en programas sociales suelen conocer muy poco sobre la población a la que están destinados esos programas. Esto a mí me preocupa muchísimo. Pero también una tercera cosa. Tal vez porque lo he sufrido en carne propia, porque soy un amante de la metodología y la búsqueda del cómo conocer. Siempre he sentido que los modos tradicionales que he trabajado –con encuestas, entrevistas, ensayos– dejaban una parte afuera de mi persona y, por tanto, suponía con las personas que también estaba trabajando. Una parte que tiene que ver con la emoción, el modo en que uno se vincula y construye ese conocimiento en vínculo con la realidad. Algo que desde el positivismo se ha desestimado como científico. Por eso, cuando encontré la etnografía, me encontré un método que para mí restituye la posibilidad de darle un lugar dentro de esa producción de conocimiento a la voz de los otros. Al haber un trabajo de campo extenso en el tiempo, donde se va introduciendo en la lógica de la comunidad barrial en donde estás trabajando, y si tenés la permeabilidad necesaria, sin duda alguna uno se va imbuyendo en el modo que van concibiendo sus prácticas y la teoría académica va quedando lejana. Cuando se vuelve del trabajo de campo, estás en un punto, una mezcolanza particular influida tanto por lo que ellos piensan de sus prácticas como por lo que uno leyó toda la vida de eso. Para mí esto es muy vital. Creo que las ciencias sociales están atiborradas de esa sociología de escritorio, donde nos creemos los grandes intelectuales y la pasamos pensando y elucubrando teorías, pero que la vitalidad de la vida social transcurre donde está la gente que la vive y sobre la cual hablamos. Si no vamos a esa gente y le preguntamos qué piensa de sus vidas, producimos cosas faltas de vitalidad. No es la única opción, pero es mi posición epistemológica y política.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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