Julián Pasternak
Voy por la calle, y el ojo saltador de un candidato me persigue desde los afiches del Partido Popular de la Reparación. Ninguna persona impresionable debería pararse de golpe delante de esta publicidad, porque el ojo de César Pado ataca duro de veras. Lo digo por experiencia propia: vengo el martes a la siesta por calle Carbó, contra los autos, por la derecha, pegado a las paredes para ver si puedo alcanzar una porquería de sombra. Doblo para abajo por Monte Caseros, y cuando pongo atención a la nueva pared que se extiende delante, así pegado como vengo, el ojo del PPR me salta encima por sorpresa y me genera preguntas que no puedo responderme. ¿Qué sucedió exactamente la noche en que la junta promotora del Partido Popular recibió los afiches de la imprenta? ¿Qué sucedió exactamente después de que alguno, un joven prometedor por ejemplo, se pusiera a desplegar lentamente uno de los afiches con olor a tinta fresca, mientras el resto palmeaba todavía la espalda de César Pado, candidato a intentendente, augurándole sino el triunfo al menos una buena elección y hasta capaz que un concejal o medio? ¿Qué sucedió exactamente después que el cartel estuviese desplegado por completo, todos mirando con emoción, y todos dándose cuenta de repente que el ojo de César Pado, en el proceso de diseño e impresión de los afiches, había decidido rebelarse contra las leyes más elementales de la gráfica y estaba decidido a atacar a cualquiera que se le acercara, incluyendo a César Pado mismo, que en ese momento estaba mirando su rostro con extrañeza? Y digo con extrañeza porque uno supone, a juzgar por cómo se distribuye el resto de su cara, que habitualmente el ojo mantiene su lugar dentro del conjunto, pero que algo debió haber salido mal en el proceso de producción de esa publicidad, y el espíritu libertario del ojo derecho de César Pado rompió las cadenas estéticas que imponen una armonía más o menos humana, la misma que le ha permitido al candidato hablar de la familia y del flagelo de las drogas con cierta coherencia; es decir: sin que la gente lo mire como si fuera un marciano. No tengo el agrado de conocer al señor Pado en persona, pero le concedo que su ojo, seguramente, es más amigable de lo que muestran las imágenes. La duda me consume. ¿Es que nadie miró detenidamente las fotos antes de que se enviaran a hacer los carteles? ¿La imprenta trabajó con el archivo equivocado? ¿Puede ser que el diseñador, el fotógrafo, y/o la junta promotora creyeran que tal revoloteo de ojo podía pasar desapercibido para los habitantes de la ciudad? ¿Supusieron que nadie se daría cuenta del tono disonante, de este rasgo de vida propio de un ojo que habría provocado, en cualquier cuento de Edgar Allan Poe al menos, la compulsión de algún personaje por eliminar a su portador para librarse de la amenaza?
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)