Antonio Tardelli
En ese contexto, el paso que los intendentes dieron la semana pasada es parte de una secuencia lógica. Ocurre que la política, territorio de dilemas, exige definiciones que serían sencillas si no comportaran desaires. La resolución de los intendentes es dramática, en términos de la pertenencia justicialista, no tanto por la adhesión que se explicita sino por el rechazo que supone. Al decirle que sí a Urribarri, los intendentes peronistas le han dicho que no a Jorge Busti. Es una circunstancia prácticamente inédita para el tres veces gobernador de Entre Ríos.
El liderazgo de Busti tambaleó sólo una vez, durante los noventa, en comicios internos convocados para renovar autoridades partidarias. Aquello duró lo que la luz de un fósforo, o lo que las fidelidades políticas contemporáneas. Poco después, al momento de resolver candidaturas, el concordiense puso las cosas en su lugar y derribó los afanes sucesorios del moinismo. Si algo tuvo permanencia en la historia reciente de Entre Ríos eso es la hegemonía de Busti. El 11 de diciembre de 2007, en sus últimos instantes como gobernador, alertó a todos de que apenas duraría cuatro años, un mandato, su alejamiento del cargo principal. Le dan mueras hoy quienes entonces lo despedían con vivas.
La magnitud de la definición no puede ser edulcorada. Intendentes y legisladores identificados con el oficialismo afirman que el mundo se acomoda con Urribarri en Entre Ríos y Busti, figura expectante, proyectado al orden nacional. Es un pretexto candoroso. Las fichas están acomodadas de modo tal que, si todo prosigue como hasta ahora, la suerte de uno es la desgracia del otro. Es por eso que, en competencia directa, ubicados Urribarri y Busti en la línea de largada, la definición de los intendentes construye un escenario relativamente conmocionante. ¿Cuál es la variable que atiende la dirigencia peronista al instante de optar en tan descarnada disputa por el poder? El poder.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)