Juan Cruz Varela
–Lo felicito señor fiscal, hizo muy bien su trabajo… Si yo fuera Pérez, Gómez o González me habría ido absuelta… Me condenan por el apellido, me condenan porque soy Spoturno de Caudana.
Eran las 9.57 del día en que María Laura Spoturno recibió su tercera condena por narcotráfico. Su reacción, entre irónica e impotente, la define: si hay una regla que contiene a los delincuentes estrella es la sensación de creerse impunes, no le temen a la Justicia.
El día anterior había llorado ante los jueces contándoles cuánto se había perdido de la crianza de sus hijos pequeños por un “invento de la policía” que la tiene hace quince meses en prisión. Habló de persecución, de acoso policial, de caza de brujas. Parecía el stund-up de una mujer aguerrida sobre las tablas.
A María Laura Spoturno le cayeron esta vez cinco años de prisión por el delito de tenencia de estupefacientes con fines de comercialización.
El viernes 30 de agosto de 2013, apenas transcurrido el mediodía, dos policías federales que pasaban frente a la casa de calle Francisco de Bueno 157, vieron a una mujer recibir un paquete de color marrón y una bolsa de nylon transparente de manos de Spoturno. En un pasillo, a la vista de todos, a plena luz del día. La mujer caminó unas cuadras y se detuvo en una parada de colectivos. Pasaron unos minutos pero no abordó ninguno. Cargaba una cartera que llevaba aferrada al pecho. Después caminó hacia otra garita y detuvo un remís.
Cuando los policías la interceptaron, después de que el automóvil de alquiler hubiera recorrido varias cuadras, constataron que el envoltorio contenía un ladrillo de una sustancia blanca, 36 tizas y tres trozos pequeños. Eran 1,381 kilos de clorhidrato de cocaína, con una pureza del 81 por ciento y de la que podían obtenerse más de veinte mil dosis.
Otra vez la sensación de impunidad.
En ese momento María Laura Spoturno cumplía en su domicilio una condena de cinco años y nueve meses de prisión por narcotráfico.
Cuando una semana después llegaron los policías federales ya no quedaban vestigios de droga. Ni en polvo ni rastros muertos. Nada. Sí había lo que parecía ser la infraestructura de una cocina: cinco litros de ácido muriático, una prensa hidráulica, cuatro cilindros metálicos de contextura similar a los de las tizas, bisturíes, anafes, garrafas, un ventilador de mesa, una lámpara con un tubo de luz fluorescente, cinco rollos de cinta de embalar, un rollo de cinta de papel y otros elementos.
Para todo, ella tenía una explicación.
El ácido muriático integra la lista de precursores químicos que pueden ser usados para la fabricación de estupefacientes y sustancia psicotrópicas, pero ella aseguró que “lo mandó a comprar un albañil para limpiar el piso de la casa”. Dijo que los anafes “son para camping” y “para el hipódromo”, donde la familia Caudana tiene caballos de carrera. Los bisturíes y la prensa hidráulica “las utilizaba Gonzalo (Caudana, su pareja) para trabajar en madera”. A las cintas, explicó, “las vendía en una despensa” que tenía hasta poco antes del allanamiento. Y la gran cantidad de chips de teléfonos celulares que había en la casa “no estaban usados, sino para la venta” porque “en la despensa se hacía carga virtual”. Para todo había una explicación, salvo para los tubos cilíndricos, los moldes de las tizas: “Ni idea”, dijo en su indagatoria. Ni siquiera ensayó una respuesta.
(Más información en la edición gráfica número 1031 de ANALISIS del 22 de octubre de 2015)