“Muy lindo pibe, una sola nota pero bien vestida”

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1082
Raúl Barboza se presenta en Paraná el 3 de agosto en el Teatro 3 de Febrero

Por Camila Fernández

Pilar ya estaba por dar a luz a ese muchachito inquieto que cuando sonaba el chamamé se movía incansable en su vientre. Ella caminaba en medio de la guitarreada para que se calmara, Adolfo tocaba y probablemente se preparaba para presentarse en algún baile. Ambos, guaraní parlantes, habían crecido en Curuzú Cuatiá (Corrientes) pero se encontraron en Buenos Aires, donde nació Raúl Barboza un 22 de junio de 1938.

80 años después, ese niño que creció imbuido de la música guaraní es una de las figuras argentinas que logró innovar con su instrumento en un género clásico como el chamamé, haciéndolo conocido alrededor del mundo, conservando su identidad y a la vez dándole nuevas formas a través de la improvisación y una creatividad transformadora pocas veces vista, sólo en artistas de la talla de Astor Piazzolla, Cuchi Leguizamón o Luis Alberto Spinetta.

Raúl Barboza hoy es unos de los principales exponentes internacionales del chamamé. Radicado en Francia viaja con su acordeón cromático llenando de notas y colores el horizonte más allá de Buenos Aires, contándole al mundo que la tradición en Argentina no está compuesta sólo de tango, género que dicho sea de paso también interpreta maravillosamente.

“No sé cómo aprendí, no tengo idea ni noción, sólo sé que a eso de los ocho años tocaba en la radio y que a los 12 grabamos con el conjunto Irupé. En esa ocasión, los músicos tenían un arreglo escrito pero yo tocaba solo con mi papá al lado, que era guitarrero. Otro de los guitarristas que estaba aquella vez era Ramón Ayala… Yo toqué un solo tema, que era de mi papá: La torcaza”, relató Barboza con su característico tono pausado para hablar, como acompasado por la respiración de su acordeón.

'Raulito el mago', le decían ya a sus nueve años por su habilidad innata para tocar el acordeón. El primer instrumento que tuvo fue a los siete –un acordeón diatónico- que su papá, Adolfo, le había comprado a un vasco. A los 15 se hizo con su primer acordeón cromático -fabricado por Juan Nazareno y Luis Anconettani- que tenía todas las tonalidades, pero la dificultad fue que no había maestro en Argentina que le enseñara a tocarlo, por lo que tuvo que aprender por su cuenta escuchando a grandes músicos y cantores. “El acordeón que yo tenía era prácticamente inexistente acá, hasta que a los 30 viajé por primera vez a Europa, a la Unión Soviética, y vi que los músicos usaban el mismo acordeón que yo. Cuando escuché a los rusos tocar con tanta destreza me entusiasmé mucho más, porque hasta el momento yo lo hacía buscando lo que oía de un cantante o bandoneonista como Piazzolla, de los compañeros de Astor, de los pianistas, escuchando a Gardel, buscando las respiraciones y los cambios climáticos en la música, siempre de oído”, explica el maestro.

Barboza yacompartía escenarios y grabaciones con grandes compositoresy bandoneonistas que contaban con su propia partitura mientras él, sin saber leer, asombraba con su impronta libre e improvisada. “Lo hermoso de todo eso fueron momentos -que marcaron al músico- como esa vez que entré en la sala, Carlos García –reconocido compositor y pianista, director de la Orquesta del Tango de la Ciudad de Buenos Aires- me miró y me dijo: `Pibe, yo no escribí nada para vos, así que vos tocá nomas´. Y otra de las frases que recuerdo de Carlitos fue cuando me dijo: `Muy lindo pibe, una sola nota pero bien vestida´. Esas palabras me abrieron el panorama porque me di cuenta de que con una sola nota se puede decir mucho, eso es lo que yo intento hacer con mi música”, remarca el acordeonista.

Hasta que aprendió a escribir chamamé. “El que me enseñó fue el pianista Adolfo Ábalos (de los Hermanos Ábalos). Él me decía que el chamamé es una música muy difícil porque está en clave de Sol y de Fa, notas que a medida que se van tocando se van combinando… Yo tenía unos 23 años y tocaba con él en Buenos Aires en un lugar llamado La Tribu, que era del Chango Farías Gómez, y mientras cerraban y hacían la caja, Ábalos me enseñaba a tocar y a componer, cuestión nada sencilla porque la mano derecha en el acordeón toca en tiempo binario y la izquierda en terciario, y para componer el proceso se invierte. Hasta ese entonces yo no sabía hacer eso… También aprendí con Virgilio Espósito (hermano de Homero Expósito). Él nunca quiso cobrarme un peso y me enseñó a resolver casos complicados, a escucharme y usar el oído. Yo soy guaraní, la tradición oral es nuestra forma de aprender. Así que todo lo que sabía hasta ese entonces había sido incorporado de oído, y lo hacía como me salía”, afirma el músico.

Barboza reside en París (Francia) desde 1987, a una cuadra de la Sorbona en barrio Latino, pero siempre regresa al pago. Arribó a la ciudad de las luces por primera vez desde Japón, donde estuvo dando una serie de conciertos. En Argentina no conseguía trabajo, hacía cinco años que estaba casado con Olga y juntos viajaron en la búsqueda aunque sin la intención de quedarse. No conocían a nadie, sólo a Miguel, un amigo de Raúl que fue quien los albergó por un tiempo en su casa. En ese entonces el acordeonista no era ningún improvisado, ya sumaba más de 30 discos y había grabado con grandes figuras del folclore.

En París le propusieron tocar en un lugar llamado “Les Trottoirs de Buenos Aires” (Aceras de Buenos Aires), un emblemático club de tango que desapareció en los años noventa, y que por aquella época reunía a los argentinos que andaban dispersos por la vieja Europa, como Susana Rinaldi (una de sus fundadoras junto a Edgardo Cantón) o Julio Cortázar. “Edgardo Cantón me invitó a tocar en el Trottoirs de Buenos Aires, pero era un lugar inminentemente de tango y yo quería tocar chamamé, nadie lo había hecho antes, entonces me dejaron. Toqué mi música. Esa vez, teniendo en cuenta la gentileza que tuvieron conmigo, también toqué cinco tangos”, relata Barboza. Para la inauguración del show en las Aceras de Buenos Aires los organizadores habían enviado 10 cartas a músicos reconocidos, solicitando una opinión sobre el artista, pero solamente una fue respondida.“´Raulito, recibiste una sola carta pero no te voy a decir de quién es. Comprá el diario Libération y ahí vas a saber´” -cuenta que le dijo uno de los organizadores. “Pasaron los días, compré el diario donde pude leer una nota sobre el espectáculo y en letra cursiva en castellano, en el medio del artículo, había una imagen de la carta recibida en la cual se me recomendaba, era de Astor Piazzola”, cuenta Barboza aún atónito, como si el asombro se le hubiese hecho carne y le perdurara desde entonces. Ése fue su boleto de entrada a la ciudad de las luces y el que le abrió por primera vez las puertas de Europa.

Así fue que llegó el momento de establecerse y formar su propio cuarteto. “Lo llamé a Lincoln Almada, arpista paraguayo, y se vino a París. Ya éramos dos guaraníes en el grupo. Una noche salimos con Olga y encontramos a Ciro Pérez, guitarrista uruguayo, ahí mismo lo invité y el cuarto integrante fue ese muchacho que me albergó en su casa, también hijo de correntino que sabía tocar el chamamé y cantar algunas partes de las canciones en guaraní, se llamaba Miguel Ángel Filipini”, detalla Barboza sobre esa primera formación en Francia. “Tuvimos tres o cuatro temporadas tocando en ese lugar, luego grabamos el primer disco y yo no sé por qué, serán esas cosas raras de la vida, fue premiado como mejor álbum de Músicas del Mundo”, cuenta. De hecho, la lista de reconocimientos y figuras de renombre con los que compartió escenarios es larguísima: en Europa tocó al lado de José Carreras, Cesária Évora y Paco de Lucía; Peter Gabriel lo invitó a dos festivales Womad, en Londres y Seattle. Francia lo premió con el Charles Cros (premio que le dieron a Piazzolla, Yupanqui y Jairo) y con el Caballero de las Artes y de las Letras.

(Más información en la edición gráfica número 1082 de la revista ANALISIS del jueves 26 de julio de 2018)

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