Hugo Alconada Mon
(Especial para ANALISIS)
Amenazas, campañas de desprestigio, aprietes, censura, autocensura, espionaje, recortes presupuestarios, recesión económica, pérdida de puestos de trabajo y corrupción son solo algunos de los factores de la ecuación diaria de los periodistas.
Se suman también los desafíos y oportunidades que encarnan las nuevas tecnologías, las redes sociales, la inteligencia artificial y las plataformas digitales, entre otras variantes. Facilitan, por un lado, la difusión de versiones interesadas y “fake news”, por ejemplo; por el otro, nos permiten llegar más lejos y a audiencias que de otro modo jamás llegaríamos.
En semejante contexto, el presidente Javier Milei recorre y profundiza la senda que otros mandatarios recorrieron en el pasado. Sólo desde el retorno de la democracia, todos los jefes de Estado de la Argentina mantuvieron contrapuntos con la prensa; algunos más calientes o desagradables que otros. Pero la diferencia, acaso, radique en la virulencia con que el libertario ataca a quienes no se ajustan a lo que quiere que se transmita.
Milei, además, acaso todavía no calibre que hoy es mucho más que Milei. Acaso todavía no calibre el peso que tienen sus palabras y el rol ejemplificador que tienen sus palabras y acciones. Porque cuando un Presidente traza una línea, muchos se amoldan a esa línea. Y cuando un Presidente corre esa línea –sea para respetar más o menos a los periodistas-, muchos se amoldan también a esa nueva realidad.
Así, pues, si el Presidente agrede verbalmente a un o una periodista, lo defenestra y humilla, ¿cuál es la señal que transmite a sus colaboradores y al resto de la administración pública nacional, a las fuerzas de seguridad, a los integrantes del Poder Legislativo, a los gobernadores, intendentes, concejales y hasta el último servidor público del pueblo más recóndito de la Argentina? ¿Acaso todos no se sentirán legitimados, también, a defenestrar y humillar a quien ose preguntarle algo o publicar una línea incómoda?
¿Significa esto que todos los periodistas son carmelitas descalzas? No. ¿Hay corrupción y dobleces en nuestro oficio? Sí, por supuesto. Muchísima. Pero que quede claro, también, que el poder jamás se queja de los periodistas serviles y acomodaticios porque esos son los primeros que rinden pleitesía y difunden la propaganda oficial. El poder persigue a los incómodos, a los que no puede doblegar o comprar.
Eso explica por qué tantos periodistas son atacados física o verbalmente en distintos puntos de la Argentina. O son acusados de los delitos más pérfidos. O afrontan difamaciones que buscan humillarlos o avergonzarlos. O sus familias sufren represalias, ya sean judiciales o laborales o sociales. En última instancia, los agresores buscan desgastar a esos periodistas, como profesionales, como personas y en su reputación, para que bajen los brazos o para que su labor quede bajo un manto de dudas o sospechas.
Ocurre así en la Argentina y en otros países de América Latina. Tenemos a Gustavo Gorriti, por ejemplo, afrontando los ataques que afronta en Perú, por investigar al poder. O a Carlos Fernando Chamorro, quien debió marcharse al exilio para no terminar en una celda de Nicaragua. Y a Carlos Dada, quien debió alejarse de El Salvador. Y tampoco la tienen fácil muchos en Venezuela, México y Guatemala, donde José Rubén Zamora lleva casi 2 años preso. ¿Qué “delito” cometieron todos ellos? Informar.
Gorriti, Chamorro, Dada, Zamora y tantos más son incómodos. Abordan aquellos temas que el poder –sea político o ecónomico- prefiere que pasen por debajo de los radares para mantener el “status quo” que los beneficia, empodera o enriquece. Pero como en el cuento de Hans Christian Andersen, estos periodistas son quienes alertan que el rey está desnudo. Mal que le pese a las vergüenzas del rey y sus cortesanos.
Gorriti, Chamorro, Dada, Zamora y tantos más, sin embargo, al menos siguen vivos. Otros muchos colegas –y unos cuantos amigos- han caído asesinados por abrazar este oficio, que Gabriel García Márquez definió como el mejor del mundo… aunque cabe preguntarse si reafirmaría esa definición si repasara el panorama actual.
Por supuesto que amedrentar, perseguir y encarcelar periodistas tampoco se acota a la Argentina, ni a América Latina. Recordemos los ataques a periodistas que lidera Donald Trump en Estados Unidos, por ejemplo, o que la Academia Sueca le entregó el premio Nobel en 2021 a los periodistas María Ressa, de Filipinas, y Dmitry Muratov, de Rusia, por su valiente labor bajo las condiciones más complejas.
La clave para defender la libertad de prensa (y proteger a los periodistas), sin embargo, no pasa por los propios periodistas, ni por el respaldo que cosechan de colegas de todo el mundo y entidades como el Centro para la Protección de Periodistas (CPJ, en inglés), la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), la Fundación Gabo o la Academia Sueca que entrega los Nóbeles. La clave pasa por los ciudadanos de cada país.
¿Cómo es eso? A menudo, el poderoso busca acallar al periodista y, si no lo logra, busca que la sociedad piense que “se lo merece” o, al menos, que “algo habrá hecho”. Por eso, la complacencia ciudadana o el silencio cómplice con los ataques o, por el contrario, su respaldo a la prensa independiente marca la diferencia.
Ya lo expuso Andersen en 1837: cuando al fin alguien -un niño, además- gritó que el rey estaba desnudo, la reacción social que siguió lo cambió todo. Porque los demás empezaron a cuchichear y luego a gritar que, en efecto, el rey no llevaba ropas. Ese fue el principio del fin para las desnudeces del soberano.