
Tripe narcofemicidio, también como síntoma de un proceso de deterioro ideológico sistémico.
Jorge Fontevecchia
“Educar al soberano” es la frase de Sarmiento que marcó la era de oro de Argentina tras otra frase, la de Alberdi: “Gobernar es poblar”. El pueblo, el soberano, construido gracias a la inmigración de aquellos años, que iría a votar y elegir libremente su destino, precisaba educación para lograr su autorrealización y, con la de cada uno, la del país en su conjunto.
Muchas veces se sostuvo que la diferencia entre Argentina y el resto de los países latinoamericanos, donde la enorme mayoría de su población no solo vive en condiciones de pobreza, sino que acepta esa condición sin revelarse a ella, es el resultado de que en nuestro país existió el fenómeno del peronismo. Sin restarle méritos a la concientización de los derechos de la masa, el origen de la singularidad argentina fueron Sarmiento y la educación.
Dicho lo anterior, aclaro que no comparto la intención del antiperonismo de no solo querer quitar los méritos que verdaderamente le correspondieron al peronismo por su contribución a la educación cívica popular sino ir más allá y acusarlo de fabricar pobres con fines electorales y mantenerlos controlados con planes y asistencia social.
Pero la pregunta pertinente en esta tercera década del siglo XXI es si en realidad no solo enfrentamos la problemática de deseducar al soberano, sino que su domesticación por vía de las drogas no termina resultando hoy funcional a la extrema derecha para que pueda votar candidatos mediáticos sin una conciencia de clase, pertenencia o conveniencia de sus propios intereses al no comprenderlos.
En el informe titulado “No hay un estallido social porque el narcotráfico generó un negocio alternativo”, su autor, Matías Rodríguez Ghrimoldi, explica que “hoy un joven que decide ser soldadito cobra 500 mil pesos por semana” y que “el dinero de la droga circula y funciona como amortiguador de la conflictividad en los barrios populares”. Fenómeno ya denunciado repetidamente por la Conferencia Episcopal Argentina diciendo que “cuando el Estado se retira, entra el narcotráfico”.
Más que Patricia Bullrich con su protocolo antipiquetes o Sandra Pettovello con su oportuno aumento por arriba de la inflación de algunas asistencias sociales, dado que estas siempre fueron complementarias a las changas, que ya no abundan, vale preguntarse si no es lo anterior lo que redujo el riesgo de un estallido social sino un proceso de implosión social asistido por la droga.
Y si paradójicamente el narcotráfico termina siendo funcional económicamente a políticas que transfieren responsabilidades del Estado a los individuos en dificultades para que estos encuentren las soluciones que fueran, tambien le serían funcionales políticamente a esta ideología porque desarma el reclamo, la demanda social, la participación política. De hecho, a pesar de que en Argentina el voto es obligatorio, en las últimas elecciones nos acercamos a niveles de participación de países latinoamericanos donde el voto es optativo y la clase más baja vota en menor proporción.
La droga, fenómeno exacerbado en la mayoría de los países latinoamericanos más septentrionales, muchos de los cuales por eso mismo son también productores, terminó de domesticar políticamente a sociedades ya más dóciles y predispuestas a aceptar su destino como inmodificable.
En nuestros vecinos más tropicales ya se daban con muchos años de anterioridad casos de empresarios asociados a alguna actividad más o menos popular que emergían como presidentes sin la existencia de partidos políticos, lo que luego derivó directamente en candidatos triunfantes absolutamente desquiciados con una fama construida en base a sus excentricidades.
La existencia de un sector de menos recursos domesticado, además de funcional a candidaturas por fuera de la política, resulta al mismo tiempo la causa de estas elecciones.
La frase de Marx “la religión es el opio del pueblo”, como una anestesia para aceptar las dolencias que padecen, remite a la guerra del opio durante la segunda mitad del siglo XIX, donde primero Inglaterra y después Francia, para conquistar China, la domesticaron después de que el derrotado emperador
Las condiciones de posibilidad de la guerra del opio son complejas, tienen entre sus componentes el déficit del intercambio comercial entre los potencias colonizadoras y China y exceden el espacio de esta columna, pero ejemplifican en la metáfora de Marx el efecto devastador de la conciencia en los seres humanos y las consecuencias políticas que tiene convertir en adicto a un porcentaje significativo de una población.
Este viernes, en el programa de las mañanas de Perfil, explicamos en extenso la superposición entre la ideología libertaria y ciertas formas de delito: “Donde todo es transaccional, el cuerpo, los órganos, la vida, la ley del más fuerte, el darwinismo social, hacen que el delito sea otra forma de comercio donde se regula costo-beneficio: el riesgo que se asume por el beneficio económico que se obtiene, y si la relación da positivo para lo segundo es una decisión “correcta”.
“En esa subjetividad libertaria, el narcotraficante es un entrepreneur, un emprendedor más exitoso que otros porque asume más riesgos, lo mismo que sucede en el mercado legal con los inversores: más riesgo, más utilidad demandada”.
Y citábamos al presidente Milei diciendo que prefería a la mafia que al Estado porque competía, y que uno de sus más grandes héroes era Al Capone.
Milei y el libertarismo son consecuencia y no causa de la degradación
El concepto de “capitalismo gore” de la doctora en Filosofía mexicana Sayak Valencia se refiere a un sistema económico que convirtió la violencia en un negocio rentable. Ella es investigadora del Departamento de Estudios Culturales de la universidad El Colegio de la Frontera Norte de México, donde el fenómeno que por etapas llega a nuestro país está instalado desde hace décadas.
Sayak Valencia tomó del cine “gore” películas como, por ejemplo, Kill Bill, de Quentin Tarantino, en la que se muestra violencia extrema y hasta desmembramientos, consecuencia de un sistema por fuera del Estado y que crea su propio “código de justicia” como otra forma de domesticación de los ciudadanos, reducidos a objetos transaccionales que hoy vemos en Argentina.
(*) Esta columna de Opinión de Jorge Fontevecchia fue publicada originalmente en el portal de Perfil.