Por Manuel Lazo
Hasta no hace muchos años, la nostalgia se acodaba sobre los muros de la vieja costanera que el político conservador Pedro Radío proyectó siendo diputado nacional. Tan cerca y tan lejos a la vez estaban los seres queridos. Bastaba por las noches acercarse al río y desde alguna colina tender la mirada por sobre la hidrografía de esas venas abiertas para ver las luces de la metrópolis e imaginarse que en algún punto de ese territorio, había una parte de ellos mismos.
De este lado, la menguada esperanza se pintaba de color amarillo en la enorme extensión de los trigales y en el azul del lino florecido, desaparecido ya por el verde del monocultivo. De la antigua fábrica de aceite de los Guaita, una de las pocas industrias derivadas de la agricultura, queda sólo el viejo recuerdo de su estructura metálica y de una compatibilización productiva que nunca alcanzó a desarrollarse.
Los aires democráticos a partir de 1983 trajeron la esperanza de la reapertura del viejo ingenio azucarero, travesura de un grupo empresario de Tucumán hecha con la plata de los entrerrianos, que marcó el comienzo del fin del Banco de Entre Ríos concebido como herramienta para el desarrollo de las actividades productivas. Todo fue una mentira, una estafa que sólo tenía el objetivo de preservar el cupo en la comercialización de azúcar, fijado por ley. La pretensión de producir azúcar de remolacha atentaba contra los intereses del sector fuertemente desarrollado en el NOA.
La fábrica nunca funcionó y hoy la firma Ketsal SA, a la que está vinculado el ex socio del grupo Vila y Manzano, Orlando Vignatti, pretende instalar en el antiguo ingenio La Victoria una fábrica de biodiesel ante la oposición de muchos vecinos que temen que la planta provoque daños sobre un humedal cuyas características lo hacen único en Sudamérica.
La mirada retrospectiva es necesaria porque facilita la comprensión del contexto actual. Los victorienses, la mayoría al menos, quisieron que el complejo de puentes y camino se hiciera realidad. Y la obra, como paso fundamental en la unión Pacífico-Atlántico, se concretó. Y llegó con sus cosas buenas y con las malas también. Estas últimas, producto de la clara falta de planificación. Paralelamente a la ejecución de la obra, se construyó un hotel-casino y servicios complementarios en el marco de un notable crecimiento turístico que alcanzó hasta el ámbito más solemne de la ciudad.
La Abadía de los Monjes Benedictinos, espacio de oración y trabajo, sin modificar la vida intramuros, se convirtió en uno de los sitios más visitados por los turistas y la venta de los productos monacales tuvo un salto cuantitativo hasta alcanzar niveles industriales. Se desarrolló notablemente la actividad gastronómica y hotelera y los bienes inmuebles se convirtieron en tentadores negocios. Los terrenos aumentaron de valor y la construcción pasó a ser uno de los vectores más importantes como factor multiplicador de la economía.
Esa ciudad, de tan rica historia que tan bien han contado Carlos Anadón, María del Carmen Murature de Badaracco y Carlos Sforza, entre otros, que mostraba con orgullo su patrimonio arquitectónico, sus rejas y el valor de su suelo calcáreo con canteras de las que se extrajo la cal para la construcción de gran parte de la ciudad de La Plata; la antigua Victoria de esquinas sin ochavas, con su monte de ombúes y sus siestas calientes; con su carnaval de pueblo que supo preservar sus antiguas tradiciones, la de las viejas barracas en el Quinto Cuartel, la de la retreta de la Banda del maestro Sebastián Ingrao en las plazas Libertad y San Martín, la del Cerro de La Matanza donde se levantó el alarido de coraje del cacique Yasú resistiendo a la conquista, oculta hoy el rostro de una injusticia que ANALISIS está en condiciones de develar.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)