Por Belén Zavallo (*)
Especial para ANALISIS
Me gusta hablar de las personas que viven, no solo de las que en este momento están vivas, si no que me refiero a la gente que a la vida la exprimió. Gente que vivió con el deseo profundo de hacer de los días ordinarios un espacio más profundo. Pienso en alguien que vivió con fe, en Luis María Serroels que miraba los acontecimientos con ganas de que sean narrables, que ponía su perspectiva sin levantar filos, era conciliador aún con quienes no coincidía.
Luis María recibía mis correos cuando escribía solo en mis espacios íntimos. Él me leía y respondía calmamente. Eso: con calma, con escucha, con la intención de hacer saber que estaba. Después supe de otros lazos que nos unían, éramos cancerianos ambos, éramos afines a nombres que hoy también salpicaron de lágrimas su muerte. Pero la palabra muerte se desgasta cuando alguien fue tan orgánico, sé que sus manos empezaron a fallarle, los huesos como culebras desobedecían su deseo de escribir. Y pienso en la escritura porque Luis María le daba valor al lenguaje, empujaba sonrisas con la lengua, era amable con su cara. Y las palabras eran dichas con peso: sueltas en aguas para que naden, sueltas como quien libera peces o pájaros.
Me alegra saber que se liberó de las aflicciones del cuerpo, que sacudió como un gorrión manso el tormento de estar enfermo, imagino a Luis María con las plumas al aire sin polvo. Y alivia pensar que ya no es más extraño entre conocidos y que ya no son ajenos los que están tan cerca, en ese lapso breve pero interminable que la mente juega a perderse y perdernos en laberintos misteriosos.
Hace diez años compartíamos un aula enorme y hermosa de la Escuela Normal con estudiantes y con él que impartía máximas sobre el buen periodismo, sobre la búsqueda de la pasión, sobre cómo los oficios que elegimos nos arrastran una y otra vez, incansablemente. Lo imagino leyendo todas las despedidas, con ganas de apretar los números del fijo y llamar para conversar con sus amigos. Esto es para vos, querido Luis. Que haya descanso, que haya el cielo del Dios en que confiabas, que haya una extensión de tu vida en la escritura, queridísimo buen hombre.
(*) Escritora.