
Por Luis Gorelik
Desde mi mirada no pude más que entristecerme por el mal gusto imperante en la mentada gala, aunque utilizando las palabras de Vernon Hyde, mi retórica del buen gusto es personal, afortunadamente.
Lo que se vio en el escenario del Colón es una versión minimalista de, digamos... La Fiesta de la Vendimia. Un relato épico pero sin la solemnidad acartonada del relato de gesta, sino muy cool... Empezando por la música: un compilado inconexo, que tiene como punto de unión una partitura que parece copiada casi textualmente de alguna obra de Philipp Glass. Este estilo ¨neo Glass¨ es lo suficientemente apocado como para dar un toque de seriedad, pero también lo suficientemente inocuo como para musicalizar un ascensor. Hasta ahí, aunque pecando de escasa originalidad y con el aporte del buen material fotográfico disponible, pasaba el primer hervor... Las coreografías, sin ser entendido en el tema, me parecieron muy poco originales y demasiado ambiciosas en su afán de resignificar los paradigmas de siempre: las zapateadoras con boleadoras ahora son damas, y los de abajo, es decir los caballeros, también zapatean pero vestidos de Ricardo Fort... ponele.... La interpolación musical del Malambo de Ginastera, es uno de los momentos de peor gusto que he escuchado en mi vida. Lo mejor, sin duda, el chamamé, la chacarera y el intento de pas de deux a ritmo de zamba. En cuanto al tango, creo que desde hace 80 años ya entendimos que es música urbana por lo que la decisión de mixturarlo con el hip hop y el rap me pareció ridículamente didáctica. Seguramente quienes idearon dicha gala no lo sepan, pero algunos coreógrafos argentinos como Oscar Aráiz ya realizan este trabajo de resignificación de género hace muchos años a través de varias de las mejores piezas coreográficas hechas en nuestro país. La orquesta estuvo formada por muchos de los mejores músicos de nuestras orquestas profesionales entre los que se contaron a varias de nuestras más bellas intérpretes femeninas, quienes al mejor estilo de concierto televisivo de la RAI acapararon buena parte de los segundos de cámara que fueron hacia el foso. El hecho de que ninguno de nuestros organismos oficiales ni siquiera aquellos pertenecientes al propio Teatro Colón hayan sido parte de la celebración es un tema complejo en el que todos (Integrantes de los mismos y autoridades) son responsables, pero cuyo análisis no es para esta nota. Solo mencionar que me entristece, sin ir más allá por ahora. Lo destacable: haber transfigurado visualmente diferentes elementos de la propia sala a través de efectos lumínicos; lo que resultó ser el único recurso de genuina contemporaneidad en el concepto del espectáculo.
Cuando arrancó el final, esa especie de cierre berreta de teatro de revistas al estilo de Hugo Sofovich pero sin las plumas, tuve que huir al baño a recuperar mi eje y allí estaban fumando un armado de tabaco duro Anastasio el Pollo y Putin, que también había huido de la sala para ordenar por whatsapp el bombardeo de no se qué aldea de Ucrania. El primero había entendido de la peor manera que el artificio escénico no es real, ni tampoco lo representa. Sus instintos de hombría gaucha que una vez le hicieron enfurecer contra Mefistófeles y saltar encopetado al escenario fueron castrados en 37 minutos por una obra escénica cool e indefinida... El segundo no había entendido nada, pero sonreía. En lo personal, salí de allí abatido tras haberme estampado una vez más contra el muro de la vulgarización y la falta endémica de una política cultural. No esperaba mucho más que eso, dado el tipo de evento. Sabemos que varios presidentes argentinos han utilizado el Teatro Colón como templo por lo que el intento no es original ni nuevo, pero me da la sensación de que cada vez es más intenso el retroceso en materia de creatividad e imaginación. Por suerte, mientras cruzaba Plaza Lavalle vino a mi mente una consoladora frase que escuché no hace mucho en el cine: La cultura es indestructible.