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Del hashtag al femicidio: por qué los discursos antifeministas importan

Diseño: Taiel Dallochio.

Gabriela Ivy

Hay crímenes que no empiezan con un arma, sino con un enunciado. El doble femicidio atribuido a Pablo Laurta volvió a exponer una obviedad incómoda: la palabra como signo lingüístico no mata, pero sí su carga ideológica; desarma defensas simbólicas, naturaliza jerarquías y habilita prácticas. Si bien Laurta está detenido, la arena digital donde se transmiten discursos como los que él emitió, sigue activa actualmente.

Un repertorio de ideas difundidas por influencers con alcance masivo, cuyos mensajes son replicados por bots para que tengan mayor alcance, ataca con insistencia a un mismo punto: deslegitimar la perspectiva de género y, por sobre todo, banalizar las violencias hacia las mujeres y disidencias.

En Argentina y varios países de Latinoamérica, Agustín Laje y Nicolás Márquez profesionalizaron la emisión de enunciados a lo que denominaron “batalla cultural”, alegando que el pedir ampliación de derechos e igualdad es una amenaza violenta que hay que combatir asignándole nombres como “lobby LGBT” o “feminazis” para poder establecer un objetivo al que hay que apuntar.

El guion es estable. Primero se niega el enfoque estructural exponiendo, por ejemplo, que no hay violencia de género, que solo existe la “violencia” a secas, que hombres y mujeres agreden por igual, que la carátula de “femicidio” es netamente ideológica. Luego, oponen datos seleccionados de manera sesgada para producir equivalencias morales y estadísticas que borran la desigualdad (es repetitivo cuando mencionan casos de abuso por parte de personas trans omitiendo que en contraposición es muchísimo mayor el porcentaje de abusos por parte de varones cis heterosexuales). Por último, instalan un sentido común alternativo donde el feminismo ya no es un movimiento por derechos, sino una secta que coopta las mentes  y adoctrina.

Si la violencia no tiene género se pierde el poder asignarle su caracter jurídico, implementar políticas públicas, considerar cualquier accionar de protección para la víctima como una cuestión de privilegio alegando que todo eso atenta contra el déficit fiscal, porque además todo esto es medido con la vara del mercantilismo. Este tipo de discursos dan legitimidad, sobre todo si son emitidos por actores dentro del poder o influencers con muchos seguidores.

Si se presta atención a los enunciados de Laurta, se puede reconocer un activismo antifeminista (con especial énfasis en la militancia por una ley que pene las denuncias falsas, algo que en Argentina ya existe) y vínculos con agrupaciones misóginas. Laurta tenía una causa perimetral y a su expareja le habían asignado un botón antipánico. Luego de matar a ella y a su exsuegra, secuestró a su hijo.

La causa y efecto es visible: las políticas de género eran una barrera para que Laurta, una persona que no dudó en cometer un doble femicidio, pudiera tener acceso a su hijo.

Términos como “ideología de género”, “lobby LGBT”, “dictadura progre” son etiquetas que no sólo simplifican fenómenos complejos para que las juventudes puedan incorporarlas de manera rápida, sino que establecen un enemigo claro y preciso. No son recetas nuevas, son discursos que el conservadurismo formula desde tiempos inmemorables. Laje toma el término del comunista Gramsci de “batalla cultural” para establecer una contrahegemonía que se enfrente a cualquier accionar que sea intentar siquiera pedir derechos por la igualdad como si fuera una crítica al statu quo, y esto no solo abarca la arena digital sino que es atravesada por libros convertidos en "best sellers".

La asesoría legal es tal que hay conocimiento fehaciente de que no hay responsabilidad de lo que haga un lector por lo que dice un autor, pero sí hay una responsabilidad social, política y ética por los argumentos esgrimidos de manera sistémica. Sobre todo cuando no está contrastada con datos empíricos o la (des)información está sesgada. Un oxímoron siendo que en la carrera de la Licenciatura de Ciencia Política (carrera que estudió Laje) este accionar es motivo de desaprobación.

El antifeminismo ya pasó de ser el tema de conversación del tío facho en la mesa de Navidad. Es difundido por reels, tweets, libros. El antifeminismo arma giras, vende entradas, y por sobre todo: monetiza. Pero eso no solo queda ahí: cuando ese mismo movimiento accede a lugares gubernamentales procede a ajustar, quitar derechos, obligar a cancelar eventos informativos sobre las prácticas violentas. Todo esto formalizado a través de canales institucionales. Prevenir femicidios es extremadamente difícil sin la asistencia del Estado, ya sea por la policía que debería proteger a la víctima en lugar de golpear jubilados o echar manteros de sus puestos laborales, o por la justicia que debería cuidar a la víctima en lugar de proteger al victimario.

La respuesta no es censurar ya que esos son métodos propios del conservadurismo, la respuesta debería ser que se escuchen la mayor cantidad de voces, mostrar alternativas, dar lugar a que se expongan los fundamentos, mostrar datos empíricos, dar a conocer las leyes, demostrar que se puede formar masculinidades sin la violencia patriarcal que nos cubre con su manto a todas las personas que habitamos este planeta.

Es menester regular las plataformas, que los discursos de odio sean denunciables para que no se sigan esparciendo, que al crear una cuenta se deba comprobar la identidad de la persona (de hecho ya hay aplicaciones que llevan adelante este accionar). Que la libertad de expresión no sea utilizada como mecanismo transportador de odio.

Ninguna columna de opinión puede aplicar la justicia o prevenir un femicidio, sin embargo callarnos no es opción en este contexto. El antifeminismo no es un término inventado ni es banal, es un arma argumental sistémica que pretende invisibilizar lo que sucede de manera pragmática; es algo que sucede de manera cotidiana y abundante, que en muchos casos termina con la vida de las mujeres.

 

(*) Activista trans no binarie y creadora de contenidos de temática política atravesada por el género.

(Esta columna fue publicada originalmente en Feminacida)

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