Por Luis María Serroels (*)
Cuando Alberto Fernández decidió abandonar el barco del kirchnerismo, entre las durísimas razones políticas y errores de diplomacia con consecuencias incluso de magnicidio, entre las razones invocadas y aunque no menos motivadoras fue la acumulación de riqueza mal habida, en un grado inédito en la historia política cuando de materia de corrupción se trata.
Podría admitírsele –aunque resulte muy extraño- una eventual falta de memoria que lo condujo a asociarlo con una Cristina K cuyas encuestas entusiasmaban muy poco. El mejoramiento de expectativas que suelen darse –admítaselo- tuvo el previsible desgaste propio de toda crisis reelectoral, cuyos números comienzan a desalentar.
Por enfrente y casi como desesperada salida, un Fernández canjeó sus peores anatemas sembrados por TV y otra Fernández diseñó un blanqueo salvador que le permita ser sobreseída sin que ni siquiera haya ingresado a un estrado. Las artes del enriquecimiento por vía de la política fueron una alumna con 10 puntos y felicitaciones. La viuda de Carlos Kirchner fue mucho más que una heredera material, ya que además añora volver por tercera vez a pisar la alfombra roja que conduce al despacho principal de la Casa Rosada.
Los millones de argentinos –no tanto por amor infinito hacia CFK sino como amonestación a terceros traduciendo porciones de desilusionados- hicieron el milagro de acumular poder cuantitativo como para manejar los cuerpos legislativos y, como al final sucedió, empezar a abrirle el camino a la inmunidad más escandalosa de que se tenga memoria.
Una posición envidiosa aunque con una porción artificial, en alianza con fuerzas ad-hoc al momento de asegurarle a la vicepresidenta el poder suficiente como para despejar toda posibilidad de ponerla ante los jueces.
El ofrecimiento no tuvo olor a fiestas mayas pero sí a ungüento pastoso a desconfianza. Claro que los arreglos políticos tremendamente forzados siempre tienen color a desconfianza. Cuando Alberto Fernández aceptó su candidatura, ya conocía muy bien de qué y de quiénes se trataban el frente electoral empeñado a convertir en angelitos a los peores corruptos.
Por el mes de agosto de 2019, en que Alberto Fernández ya se entregaba a los planes autoritarios de CFK olvidando su otrora escala moral que había incorporado como basamento y cayendo en una amnesia con olor a justificación, lanzaba críticas hacia el entonces presidente por haber cesado de la aplicación del IVA a los artículos de la canasta familiar, mientras el aún candidato presidencial a esta medida ya la tenía en preparación. En otro orden, el finalmente ganador de esas elecciones nunca apoyó la ley del 82% móvil para la maltratada clase pasiva. Cuando las cámaras le dieron aprobación a esta ansiada conquista, la mandataria la vetó ante el aplauso de conspicuos kirchneristas de raza.
Cuando se revela que la figura fuerte del gobierno ordena sin tapujos arremeter contra el jefe de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, lejos de revelar poder exhibe debilidad. Esto es axiomático.
En una actitud que transgrede las jerarquías, el federalismo y las autonomías, el Presidente de la Nación se convierte en un virtual mandadero, en momentos en que se requiere tejer la unidad nacional.
¿Nadie puede frenar a quien se hace dueña del poder absoluto? ¿Quién se siente con todo el poder para mover los hilos de los tres poderes? ¿Los mansos son capaces de frenar a alguien que moviliza o paraliza a la justicia?
Hace unos días se difundió un trabajo elaborado por el diputado representante por Chubut, Gustavo Menna y al que el diario La Nación le dio amplio espacio. Se abordaron sus antecedentes jurídicos, es decir, causas en las que el Supremo Tribunal de la Nación ha debido resolver. Son planteos sobre la coparticipación, que fueran protagonizados por la provincia de Entre Ríos. Se demuestra desde todos los ángulos posibles la condición irrefutable de que “desde ese punto de vista no sólo es inédito sino también inconstitucional, que para sostener el desequilibrio fiscal de un Estado parte de la Federación (la provincia de Buenos Aires) el aporte lo tenga que hacer otro Estado parte (la Ciudad Autónoma de Buenos Aires). Además, ese aporte no es voluntario sino impuesto por un tercero y por vía de un decreto”.
Está asentado “que la Corte Suprema ha reconocido a la CABA el status de provincia, en atención a la entidad y autonomía que le otorgó el artículo 129º de la Constitución y, en ese carácter, participante del diálogo federal”.
Si encaramos nuestra columna ajustadamente a lo que indica la Ley Suprema, queda claro que los antojos del poder político no dejan de ser sólo eso.
Nos remitimos a un artículo del jurista Ladislao Fermín Uzín Olleros publicado en el sitio ANALISIS y del cual extraemos algunos párrafos vinculados con la unilateral decisión del Poder Ejecutivo Nacional (PEN) “de detraer recursos de coparticipación al distrito de la ciudad de Buenos Aires para destinarlos a la provincia de Buenos Aires (…) reclamar por vía judicial la anulación de esa disposición para recuperar recursos propios incorporados en su presupuesto”.
Se remarca que “la decisión unilateral del gobierno central de apoderarse de recursos de la Ciudad de Buenos Aires para asignárselos a la provincia es manifiestamente inconstitucional; en principio, las iniciativas sobre contribuciones (creación de impuestos) es resorte de la Cámara de Diputados, basada dicha atribución en la aplicación de un precepto clásico y antiguo, cual es el de la representación democrática en virtud del cual el pueblo no puede ser obligado a pagar tributos sino a través del consentimiento de sus representantes (diputados) en cuanto al alcance y extensión de esas gabelas”.
¿En qué lugar del mundo una persona imputada por corrupción en perjuicio del Estado puede elegir a sus jueces? ¿Rechazarlos? ¿O en todo caso negarse a ser juzgada?
Si la Suprema Corte no reivindica su condición de baluarte de la justicia, dejamos de ser República. “¡Qué me manden salvar la República y salvo la América entera!”. (Simón Bolívar)
(*) Especial para ANALISIS