Ser o no ser: el dilema que agobia al Presidente

Presidente

Sobre ser un caudillo o no serlo.

Por Ernesto Tenembaum(*)

El 10 de diciembre del 2019 arrancó en la Argentina una experiencia exótica. Ese día asumió un presidente que no quiere, o dice que no quiere, ser un caudillo. Casi todos sus antecesores lograron unir el nombre propio que los identificaba con el sufijo “ismo”. Perón, Alfonsín, Kirchner, Cristina, Menem crearon el peronismo, el alfonsinismo, el kirchnerismo, el cristinismo, el menemismo, o al menos lo intentaron. “No voy a crear el albertismo. No creo en los personalismos”, ha dicho el presidente. Es discutible, por cierto, si no lo hace por convicción o por una imposibilidad. Porque no es caudillo solo quien quiere serlo. Pero esa decisión, o esa imposibilidad, da origen a una inquietud. ¿Se puede ser un presidente sin ser el dueño del poder? ¿No pagará él mismo, y con él todo el país, un costo alto por ese vacío?

El primer año de Fernández, más todo el período que medió entre que fue designado como candidato y asumió como Presidente, estuvo atravesado por debates que giraron, gran parte de ellos, alrededor del mismo tema. ¿Es un títere? ¿Es un desobediente? ¿Será leal? ¿Será un traidor? ¿Es una máscara que distrae de su verdadera naturaleza? ¿Es un desagradecido? En todas esas dudas, que se expresaron a ambos lados de la grieta, hay una referencia externa. Si es un títere, hay alguien que mueve los hilos. Si es un desobediente, hay un poder externo frente al cual se rebela.

Todo el mundo sabe cual es el otro polo de la relación. Fernández es presidente porque así lo decidió Cristina Kirchner, el personaje más poderoso, magnético, odiado y amado de la política argentina. Esa es su marca de origen, y ese es su drama. Sin ella, no habría llegado. Con ella, es muy complicadas.

Las cosas estarían más claras si se aplicaran las reglas básicas del peronismo: para ser alguien, el hijo debe matar al padre. Eduardo Duhalde eligió a Nestor Kirchner, y durante sus primeros años, Kirchner lo desplazó del poder sin piedad ni gratitud. Cristina Kirchner no necesitó hacerlo porque quien la había designado era su propio marido y porque un hecho trágico, luego, la dejó sola en la cúspide. Mauricio Macri se fue del holding familiar porque su poder le llegaba de su propio padre, que lo maltrataba, lo ninguneaba, se lo hacía sentir. En las provincias pasa todo el tiempo. Un gobernador designa a su sucesor y es su último gesto de poder, su retirada. Pregunten en San Juan por José Luis Gioja o en Entre Ríos por Sergio Uribarri. El sucesor pasa a mejor vida al caudillo que lo engendró.

Pero Alberto Fernández, el presidente que no es caudillo, intenta una jugada distinta: convivir con la persona que le dio el poder, concederle amplios espacios en su gobierno, que no responden a él sino a ella. Se trata de un esquema no explorado: gobernar sin ser poderoso. Las opciones clásicas no lo contemplan. Según la tradición, una batalla definitiva debería parir a un nuevo líder. En caso contrario, el heredero agonizará lentamente hasta que la asfixia no le permita respirar. Él cree que hay una tercera vía. Si se somete, pierde; si se rebela, pierde; solo queda hacer equilibrio. Obedecer, hacer como si ella no existiera, simular obediencia y dejar que la realidad ponga las cosas en su lugar, obedecer de nuevo, actuar con independencia otra vez. Tolerar, mil veces tolerar. Será extenuante, cansador, desgastante: pero así es la política, el arte de convivir entre miles de opuestos.

A esa sutileza, o intento de sutileza, ella responde con su lógica habitual. Casi no hay fecha patria, acto protocolar, cena de gala, aniversario que sea suficiente para que la vicepresidenta sienta la necesidad de acompañar a su presidente. Cuando no le queda más remedio que visitar la Casa de Gobierno, no va al despacho presidencial: le hace sentir que él no merece su visita. Cristina hizo público su disgusto cuando el Presidente se reunió con empresarios, y con las reformas que pretende hacer en la Justicia. Arremetió contra líderes de la oposición con los que intentaba hacer buenas migas, y condicionó en público las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional. Trabó iniciativas presidenciales en el Congreso y modificó la manera que el jefe de Estado pretendía calcular el monto de las jubilaciones. Le vació de familiares el homenaje que le hizo a Nestor Kirchner a diez años de su fallecimiento, y le advirtió en público que no se dejara manejar por “la tapa de los diarios”.

Una estocada tras otra, que él esquiva con una frase que ya es un latiguillo: “Cristina no tiene nada que ver con eso”.

Con precisión británica, The Economist lo definió así: “Es un matrimonio, palpablemente, sin amor”.

Piensan distinto sobre la Corte Suprema, sobre Amado Boudou, sobre la relación con los empresarios, sobre Lázaro Báez, sobre Venezuela, sobre los funcionarios que no funcionan, sobre Horacio Rodriguez Larreta, sobre Perón, sobre los montoneros, sobre Vilma Ibarra, sobre Emanuel Macron, sobre el capitalismo, sobre Cuba y sobre la mar en coche. Si hubiera que ubicarlos en el mapa del progresismo latinoamericano, él estaría más cerca de Tabaré Vazquez y ella de Hugo Chavez o Rafael Correa. Pueden entenderse solo porque del otro lado hay enemigos poderosos, pero son dos mundos.

En ese clima áspero, que ciertamente no aporta serenidad, el Presidente que no es caudillo sobrevivió a su primer año. Fue un año terrible, insoportable. Se le nota en cada gesto, en cada inflexión, en cada nueva arruga, en esa expresión de agotamiento tan reconocible. Quienes creían que iba a ser un desastre, lo han confirmado, como quienes creían que sería un gran Presidente. Mucha gente ve la realidad así, como una proyección de sus percepciones o deseos. Pero en realidad es como si su Gobierno aun no hubiera comenzado. La pandemia lo puso a prueba y todavía no sale de ella. ¿Cómo juzgarlo con parámetros normales? ¿Cómo achacarle la desolación argentina, cómo desvincularlo completamente de ella? Y todavía tiene tres extenuantes años por delante para revertir algo del desastre, en un país que ha deglutido a todos sus presidentes en condiciones mucho menos adversas.

Fernández cree que saldrá de la trampa que lo asfixia si gobierna bien, aun para los módicos objetivos que se ha propuesto. Esto es: estabilizar un poco, crecer un poco, aliviar un poco; estabilizar otro poco, crecer otro poco, aliviar otro poco. La utopía imposible de la Argentina. Si eso se da, tal vez haya encontrado salida al laberinto. Si eso se da: pavada de condicional. Por ahora, los índices de imagen pública lo acompañan: ningún dirigente oficialista tiene tan alta imagen positiva y tan bajo nivel de rechazo. Para el año que fue, parece milagroso.

Tal vez si se animara un poco más, si hiciera saber que él también puede tirar del piolín, que a él tampoco le temblaría el pulso si fuera necesario, tal vez si pasara algo de todo eso se llevaría una sorpresa: descubriría que los monstruos de la adultez son como los de la infancia, que tienen la dimensión que uno les da, que se disipan apenas uno los enfrenta, que todo es mucho más sencillo cuando uno es uno mismo y no el resultado de las presiones que recibe. Se gana aire, se llenan mejor los pulmones, se duerme más horas.

Pero quién sabe.

No debe ser fácil.

(*Publicado en Infobae este 10 de diciembre de 2020)

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