Una política de facción

Felipe Solá y Alberto Fernández

Felipe Solá y Alberto Fernández. (Foto: archivo)

Por Antonio Tardelli (*)

 

Agradezcan las autoridades que los argentinos no le prestamos mucha atención a la política internacional ni fundamos nuestras elecciones tomando nota de las actitudes que adoptan las administraciones en el plano externo. En tal caso el gobierno nacional se las vería en figurillas para justificar algunas de las posiciones de su Cancillería.

Ni hablemos de la insuficiente declaración del Ministerio de Relaciones Exteriores acerca del conflicto entre el Estado de Israel y el grupo fundamentalista Hamas. Detengámonos, mejor, en el nuevo equívoco del ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Solá, abanderado de una política que suspende de momento los intereses nacionales (o los que se presume que son, o los que así han sido definidos) para proclamar en cambio las preferencias de facción.

No es en el kirchnerismo una distorsión reciente. Ostenta una larga tradición en la materia.

Mete la pata el canciller cuando, hablando de España, refiere a su debilidad. Menciona la supuesta endeblez de su gobierno (¿estarán los españoles aguardando que desde la Argentina hagamos análisis político local?), alude a los resultados de las recientes elecciones de Madrid (donde se impusieron los conservadores propinando un duro golpe a las restricciones para circular) y equivocadamente da por desecha la alianza entre el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y Podemos.

Un cúmulo de yerros: error de diagnóstico, error de ubicación y error de información. El canciller no dejó error sin cometer.

Pero no es la primera vez que el oficialismo incurre en esa manía de opinar sobre los asuntos domésticos de otras naciones. Proliferan los antecedentes.

Alguna vez se enojó el gobierno conservador de Sebastián Piñera, presidente de Chile, por los explícitos respaldos del mandatario argentino a sus adversarios de centroizquierda.

Parecido en eso a la diplomacia de Mauricio Macri, el presidente Alberto Fernández no disimula sus preferencias en el abanico ideológico de los Estados Unidos, echando a la suerte, a cara o cruz, el tono de las próximas gestiones que indefectiblemente el gobierno argentino (todos los gobiernos criollos están forzados a hacerlo) deberá emprender ante Washington. La Argentina acaba siempre pasando la gorra (por no decir pidiendo la escupidera) ante líderes estadounidenses a los que acaso se les deseó una derrota electoral. Es temerario. Poco inteligente.

El Frente de Todos es, en Uruguay, el Frente Amplio. Sobre la competencia política en la República Oriental del Uruguay el kirchnerismo opina con la misma autoridad con que discurre sobre las elecciones de Formosa, Perico o La Matanza.

Opina (o vota) sobre las cuestiones propias del conflicto nacional venezolano tomando partido, en este caso, por la peor de las alternativas posible. En el lado equivocado juega su pretendida identidad progre. Las insólitas veleidades de izquierda de la coalición kirchnerista le exigen, paradojalmente, colocarse en la vereda de un gobierno autoritario que viola sistemáticamente los derechos humanos.

Otro error y van.

Opina sesgadamente sobre Colombia. Tira líneas (más bien correas) hacia Ecuador y efectúa consideraciones sobre el funcionamiento de su Poder Judicial.

Traza analogías pensadas más para fortalecer sus ubicaciones autóctonas que para establecer relaciones permanentes y sólidas con sus vecinos y hermanos.

El error adquiere niveles de grosería en el vínculo con Brasil, el principal socio comercial de la Argentina.

El candidato Fernández se solidariza con el preso Lula da Silva y lo visita en la cárcel. No está del todo mal. El que lo hizo, en todo caso, fue el candidato. No un representante del Estado argentino.

Pero el candidato deviene presidente y continúa operando como candidato. Comenta la realidad del país vecino con la despreocupación propia de un comentarista menor.

Le explica al facista de Jair Bolsonaro qué cosa debe hacer con su gobierno como si acá, en la Argentina, los políticos tuvieran muy clara su hoja de ruta.

Los consejos son cosa de consejeros. Son pertinentes en un analista. En un observador. En un intelectual que no necesariamente asume una representación colectiva.

Pero son bien inoportunos y están totalmente fuera de lugar en boca de un presidente. Al fin y al cabo, un colega.

No se sabe exactamente si se trata de torpeza o de ignorancia. De megalomanía o de impunidad.

Acaso cree el gobierno que, por fuera de lo que indican los mapas, los libros y las relaciones de fuerza, sigue estando muy vigente la idea de la Patria Grande y por tanto la diplomacia de la República Argentina debe asumir la representación de esa inmensa nación integrada. Puede que el gobierno esté pensando que administra un territorio que va del Río Bravo al Atlántico Sur y no el que se extiende apenas desde La Quiaca hasta Ushuaia.

Acaso no sea eso. Tal vez se trate del precio, carísimo, que la administración argentina decide pagar para edificar una identidad inconsistente. Forzada. Un discurso para satisfacer a algunos de los propios a los que no se puede encantar desde otros ministerios.

O puede que sea (otra conjetura posible) la confesión última –confesión extrema y cruel– de que al gobierno se accede para defender los intereses de facción y no las aspiraciones del conjunto. Los deseos de una parcialidad y no los de todos.

Es probable que por allí, por el territorio de la mezquindad y la impostura, transiten las antipáticas respuestas.

 

(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS.

 

 

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