Mempo Giardinelli
En el Chaco también llueve en Navidad, y casi nadie hay a la vista. Por la ventana miro el lento discurrir del río Negro y siento que este año hay mucho menos, muy poco para festejar.
El Negro fluye como sin darse cuenta porque pasa a metros de mi casa, pocos kilómetros antes de desembocar en el riacho Barranqueras que a su vez se diluirá en el Paraná; y algo que no sé qué es me recuerda a Buenos Aires en los tiempos de dictaduras y estado de sitio, cuando el toque de queda amparaba cacerías humanas que fueron feroces. También en estos arrabales.
El Negro, como lo llamamos todos en el barrio, está cubierto de camalotes que, seguro, debajo están sobrados de bichos, todos los bichos imaginables y algunos más. Esta noche es Navidad y hay en el aire la lógica excitación que vive cada barrio, cada familia, porque Navidad es cuando empieza a terminar un año. Y así pasa con los años todo lo que duele, como ahora en esta Patria que nos arrebatan día a día los jueputas votados dizque mayoritariamente.
Si hasta los monos carayá de la casa de enfrente andan gritando tan alborotados que dan gusto, mientras uno –el que esto escribe para despedir otro tortuoso año argentino– está meta saludar amigos y amigas y colegas como si fuera un teléfono público de los de antes, cuando se hacían filas para llamar. Ha de ser por eso que no contesta el número de mi amigo Jorge. Ni el de Laura ni el de Luis. Como si esta Navidad nadie respondiera. De pura malaria, capaz.
Dejo de intentar saludos a lo burro y salgo a caminar hacia el centro, pero la ciudad hoy está inundada como si el Negro y su padre Paraná y todos los afluentes que aquí en el Chaco se cuentan por decenas quisieran putear a los cuatro puntos cardinales, como también a todo el desastroso abandono fluvial de la Argentina de estos tipos que medio país votó. Quiero salir de la ciudad inundada y contaminada que ayer bañó con aguas sucias a millares de comprovincianos, pero tampoco puedo porque la inundación es implacable y lenta para rajar.
Un par de horas después marcho al mismo paso cansino pero tenaz de una hora antes, y mojado hasta las verijas me detengo en una estación de servicio (una YPF a la que en cualquier momento algún cabrón libertario le va a cambiar el nombre) y al llegar converso con un camionero que viene de Quitilipi y también está detenido por la inundación. Son gente laburadora y solidaria, los camioneros, y jamás hacen preguntas porque les gusta escuchar primero, para después ir conversando de a poquito.
El que finalmente acepta llevarme es un gordo de bigotes que parece un Cantinflas obeso. Siempre viaja escuchando radio, me advierte como para que no se me ocurra entablar conversación, y en cuanto me acomodo alcanzo a oír el final de un noticiero. El gordo cambia de estación y mientras escoge una en la que Rivero canta “Tinta roja” dice “qué barbaridad lo que está pasando”. Y como educada respuesta, quien firma esta melancolía murmura algo que parece un acuerdo, un sonidito imprecisable y durante un buen rato hace silencio porque prefiere escuchar a Rivero completo y afinado sobreponiéndose al rugir del motor, que parece que rompe la tarde como una insolencia rodante.
Al rato el gordo estacionero confiesa sus ganas de fumar y propone hablar de fútbol. Este cronista le sigue la corriente y después de comentar mediocridades, campañas y corruptelas coincidimos en el temor a pronosticar el próximo Mundial.
Después la lluvia amaina, compro un pan dulce encargado y regreso a casa pensando que soy un señor gordo, muy gordo, tan gordo que para sobrevivir tendría que hacer un régimen a base de hidratos de tristeza y féculas de amor; y después comer de postre algún dietético dulce de lágrimas y retomar como pueda la batalla a muerte contra los trigli-cerdos del gobierno nacional y su jodido ácido fúrico.
Mañana será otro día, los carayá y millones de cotorras seguirán rompiendo las siestas, y de regreso a casa yo cruzaré el puente sobre el Río Negro pensando que de alguna manera y más temprano que tarde el pueblo argentino también sabrá expulsar tanta mierda para, al menos y de a poco, recuperar la esperanza y empezar de nuevo.
(*) Esta columna de Opinión de Mempo Giardinelli fue publicada originalmente en el diario Página/12.


