Por Guillermo Alfieri
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Rugby es una ciudad de Inglaterra, en la que desde el Medioevo funciona un famoso colegio. En 1823, en un ejercicio parecido al fútbol, el alumno William Webb tomó la pelota con la mano y corrió hasta introducirla en el arco contrario. La transgresión fue sancionada con la anulación del gol y no sería extraño que el pionero estudiante recibiera amonestaciones por la atrevida indisciplina.
La cuestión es que tal es el germen de la partida de nacimiento del deporte denominado como la comarca que le sirvió de cuna. Hacia 1871 el rugby se había expandido en territorios dominados por el imperialismo británico, en especial en el hemisferio sur. En el centro y la periferia se crearon federaciones y se redactaron reglamentos, pertinentes a la rudeza del juego, con la pauta de la observación constante para otorgarle movilidad a las normas.
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A esa altura del siglo XIX, resortes esenciales de la economía y la política argentina estaban bajo la influencia británica, con gerentes y técnicos que conformaron la colonia de residentes. En el equipaje trajeron el fútbol y el rugby. El primero se popularizó y el segundo pareció reservado a gente de la clase alta, aunque los potreros para los unos y los otros sobraban. Supongo que de algún modo debe incidir en la preferencia activa un par de cuestiones: a) el rugby presenta el riesgo de la cabeza rota, la nariz torcida y las cervicales dañadas; b) las reglas de juego del fútbol son más sencillas.
En cuanto al artefacto clave, la pelota de trapo o de papel eran de fácil construcción. Más difícil era armar, sin costo, el elemento ovalado, imprevisible en los piques e indócil para la habilidad de las manos y pies. Lo cierto es que en mi barrio bonaerense el rugby no existía. El fútbol era el atractivo, improvisando canchas y canchitas, en baldíos y calles asfaltadas o de tierra, con cuidado de que el vecino o la vecina cascarrabias no pinchara o secuestrara el esférico de goma y deformando sin piedad el idioma inglés para iniciar el cotejo e indicar infracciones.
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Así fue hasta que mi club, Estudiantil Porteño, le alquiló el campo de una manzana a Los Matreros, conjunto de rugby. Entonces, vi encuentros de 15 contra 15, apreciando lo único que me permitía la ignorancia: la potencia y precisión de los pateadores de penales como el flaco Pesce, jugador de Deportiva Francesa.
Otra aproximación, que rompió prejuicios, la provocó la fundación de Beromama, en el barrio porteño de Liniers. En el proyecto participó Hugo Ditaranto, parte de un grupo de amigos que no reparaban en la pertenencia social de sus cultores. Para ese Pseudo club, con sede en la vereda de calle Carhué y Avenida Rivadavia, jugó Alipio Tito Paoletti con portación de físico y coraje para el duro entrevero.
Aunque la actividad sea colectiva, siempre hay individualidades que brillan con luz propia. En el rugby, Hugo Porta ocupó ese lugar, con la singularidad de haber podido constituirse en crack de fútbol rentado. Porta eligió el rugby pero tendió un puente simbólico entre sus dos pasiones. Como módulo colateral para las valoraciones, cabe el apunte de que Sudáfrica fue suspendido, en su momento, de las competencias internacionales por sostener la discriminación racial y que el gran Nelson Mandela colocó al rugby como vidriera de la integración y de la paz a conseguir.
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Para medir en su justa dimensión el cuarto puesto de los Pumas en el Mundial de Inglaterra, hay que asumir que con mucho retraso se conjugaron la fijación de un rumbo para alcanzar objetivos mayores y la profesionalización gradual de los rugbiers para esmerilar las ventajas de los rivales en materia de dedicación exclusiva para la preparación física y técnica, para progresar en destrezas. El beneficio es tan evidente como el precio de ingresar en un negocio del espectáculo deportivo, a mano de las desmesuradas promociones y un dinero tentador para sinvergüenzas bien vestidos, como sucede en el fútbol.