De David Copperfield a Cristina Fernández

Por Luis María Serroels,
(especial para ANALISIS DIGITAL)

El ensañamiento con que legisladores oficialistas arremeten contra el doctor Carlos Fayt se pretende afirmar en su avanzada edad, colocando así a todas las personas longevas en comisión por presunta insania y merecedoras de desconfianza y resquemor. El actual ministro del más alto tribunal de la nación, mantiene su lucidez (que es lo que más se requiere) y nadie puede negar sus aportes valiosísimos a la doctrina jurídica y al derecho universal no sólo con sus sentencias sino también como tratadista a través de una literatura reconocida y premiada en todo el mundo. Y todo ello fruto de seguir manteniendo su capacidad intacta y su moral bien alta.

Si se debiera convalidar este peregrino propósito depurador que persiguen algunos que olvidan aquella vigente premisa de que las bancas no honran por sí solas sino que ellas deben ser honradas por sus ocupantes, podría apelarse al derecho ciudadano de reexaminar periódicamente a toda persona con altas responsabilidades institucionales (la salud presidencial es prioritaria en todo el mundo).

A la luz de las reiteradas intervenciones de la presidente no sólo por cadena nacional sino en foros internacionales, nada obstaría para que se le practiquen minuciosos chequeos para establecer si está realmente en condiciones adecuadas para enfrentar cada día tan altas y complicadas funciones. No se trata de prejuicios o presunciones caprichosas como las que imprudentemente utilizan legisladores del Frente para la Victoria mirando hacia la calle Talcahuano, sino de un interés genuino sustentado en la simple lectura de los 14 síntomas que a partir de eminentes especialistas determinan la existencia del Síndrome de Hubris. David Owen y J.Davidson (2008 y 2009) han profundizado sus estudios sobre este concepto.

Esta afección conocida asimismo como enfermedad del ego, se ubica como “una propensión narcisista a ver su mundo principalmente como un escenario donde ejercitar su poder y buscar la gloria”. Es la “enfermedad del poder” que le atribuyera a CFK el periodista y neurólogo Nelson Castro, tras analizar diversos tramos de la personalidad de la mandataria, sin dejar de lado patologías y accidentes padecidos que encendieron la alarma y ameritarían posar una respetuosa mirada en ella quizás con mucho más profundidad que en el perseguido doctor Fayt.

Se sostiene que cuando el pueblo delega el poder en alguien por varios años –cuarto oscuro mediante- no es disparatado establecer un sistema de controles sobre el estado psicofísico y emocional en tanto ese poder desgasta sin piedad e instala modos de personalidad y conducta desconocidos antes de asumirse tan altos cargos pero que el ajetreo suele generar.

No sería errado conectar esta patología con el fenómeno del relato prefabricado que se termina asumiendo como veraz y que en el fondo es una muestra de surrealismo.

Lo sucedido durante el último viaje a Europa de Cristina Fernández, donde fue distinguida por la FAO por su lucha contra el hambre y en cuya ocasión aseveró que en nuestro país la pobreza está por debajo del 5 por ciento, ha originado azoramiento por su carácter falaz y desde luego absolutamente indemostrable.

Su desvarío alcanzó niveles intolerables cuando explicó que la reducción de la pobreza fue consecuencia de “una combinación de políticas muy fuertes y muy activas”. Claro que la verdad no tardó en salir a la luz, al aferrarse a las mediciones más serias y vastas en las que coinciden laboratorios de la deuda social y centrales sindicales abocadas al estudio minucioso de los índices de pobreza y desnutrición, cuyas cifras casi sextuplican los dibujos del kirchnerismo (no es lo mismo 5 por ciento que 28 por ciento). Si el organismo de las Naciones Unidas se afirmó en datos del Indec (que dejaron hace varios años de medir esta realidad calificada por ministro Axel Kicillof como estigmatizante), poco favor le hace a su credibilidad. Y no menos lamentable es la serenidad con que la presidente recibió la distinción a sabiendas de que lo que sucede en su país dista diametralmente de lo que ella con todo desparpajo pronunció (desde el Episcopado nacional se reafirmó que los pobres superan el 27 por ciento).

Nos imaginamos a esta altura cómo hará nuestra cancillería para dar abasto en la atención y trámite de ingreso de ciudadanos de países desarrollados que deseen radicarse en esta nación del cono sur, atraídos por la existencia de tan baja pobreza, indigencia y desnutrición.

Basten pocos ejemplos para poner en paralelo el comportamiento de tres mujeres que este siglo han coincidido en ejercer la conducción de sendos países y en una misma región del continente.

La brasileña Dilma Rousseff expulsó del gobierno a varios ministros y otros funcionarios menores por maniobras de corrupción, haciendo que terminen en la cárcel, especialmente el político de mayor confianza de Lula Da Silva. También por cohecho la chilena Michelle Bachelet se desprendió de medio gabinete, donde no le importó que quedara salpicado su entorno familiar. Pero Cristina Fernández de Kirchner tiene su particular visión de la ilegalidad. A sus colaboradores corruptos los protege y oculta, avanza contra los jueces que los investigan y diseña todo cuanto sea menester para eludir la ley. En su propia familia anda la justicia buscando elementos sobre eventuales operaciones de lavado de dinero.

A principios de esta semana la mandataria de Brasil anunció que se invertirán 70.000 millones de dólares en obras de infraestructura. Y mientras tanto la presidente trasandina se mostró segura y contundente ante un grupo de empresarios franceses, reivindicando las políticas de su gobierno como atracción para investir en esa región. “No somos un país poco serio, no somos populistas, no planteamos elementos como gobierno que luego otro gobierno no pueda seguir sosteniendo”, destacó, añadiendo que “una educación de calidad, así como una mayor inversión en ciencia y tecnología, es lo que se requiere para un mejor posicionamiento de Chile en la economía mundial”.

En tanto esto sucede en esos países, en Argentina se desincentiva a los productores del campo condenándolos al quebranto y se dejan perder mercados internacionales que pasan a ser aprovechados por países vecinos en crecimiento y otrora abastecidos por el nuestro.

No tuvo temor Bachelet en aludir a la corrupción, señalando que ésta “daña la economía, incrementa el costo de los negocios, desalienta a las empresas y desincentiva la innovación”. Recuérdese que a nadie de los que integran la cúpula gubernamental argentina se le ha escuchado mencionar la palabra corrupción y menos para condenarla. Las expresiones de nuestra vecina de allende los Andes, resultan apropiadas para aludir al enorme endeudamiento que se le dejará al próximo gobierno argentino, por compromisos irresponsablemente contraídos y que sólo sirven para apuntalar una demagogia recalcitrante aplicada como política de Estado

La misma actitud exhibida por Cristina Fernández en Roma, escondiendo la verdad y valiéndose de un lenguaje alambicado, es lo que acostumbramos a escuchar mediante el uso y abuso de la cadena nacional. Ella tendría que haber declinado la inmerecida distinción pero no lo hizo, porque es parte del relato.

Como con la mentira se puede llegar muy lejos pero sin ninguna posibilidad de retornar, el modelo gastado e imposible de remendarse se acerca a su final. La necesidad del kirchnerismo de eternizarse en el poder, no es otra cosa que la desesperación por cubrirse de fueros protectores que consagren su impunidad. El aumento de la pobreza, para el poder, pareciera ser sólo un accidente de la dinámica política o un involuntario error de cálculo durante su avasalladora “década ganada”.

Al mejor estilo del ilusionista estadounidense David Copperfield, Cristina Fernández hizo desaparecer 10 millones de pobres de las estadísticas. Pero ellos siguen estando, sufrientes, como lacerante realidad.

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