Por Nicolás Rigaudi
(especial para ANÁLISIS)
La última vez que lo vi a Oscar con vida casi desbarata una obra de teatro. Irrumpir era su estilo.
Llegó tarde, como solía hacer, a la función y ante la dificultad de encontrar lugar en la sala tomó un colchón que estaba a los pies de la primera fila y lo lanzó casi al medio del escenario. La productora de la obra tuvo que sacarlo raudamente. Oscar se pudo sentar y disfrutó de la historia. Llevaba su habitual sombrero.
Hace dos semanas me sorprendió con un mensaje a la noche. Era un poema en el que me retrataba pasando en mi bicicleta por la puerta de su casa. Una escena que se repite todos los mediodías, cuando regreso del trabajo. La cuadra de Oscar es empinada, no me da el aire para demorar el paso y emitir algún tipo de saludo. Pero lo sospecho detrás del ventanal que da a la calle, en ese cuarto lleno de pinturas y algunas esculturas que usa de taller.
Nos conocimos a instancia de Belén Zavallo, que me invitó a acompañarla para sacarle fotos a un artista vecino suyo al que le haría una entrevista para ANÁLISIS. Todavía era pandemia. Nos recibió con su tono cálido, sencillo y al mismo tiempo bohemio. No me considero fotógrafo y sabía que las mejores fotos son siempre las que no logro sacar. La escena de Oscar en su casa era un derroche de hermosas fotografías, oro en trazos.
Casi al final, cuando ya nos estábamos despidiendo, Belén le preguntó qué artistas actuales de la ciudad habían pasado siendo niños por el taller que él y Griselda (su compañera, ya fallecida) mantuvieron durante años en esa casa. La respuesta terminó de sellar un vínculo entre ambos. Dos de mis más queridos amigos habían sido alumnos de ese taller.
Tanto en aquella oportunidad, como en las que vinieron luego, aprendí de Oscar la ética de un verdadero artista. Lejos de cualquier pose, exento de snobismo alguno, al margen de los circuitos consagrados, Oscar vivió como alguien que busca desentrañar su alma y compartirla con los demás. Aún en esos años de pobreza y changas y de empleos inventados por pura necesidad, que describía con tanto humor, no podía vivir sin el arte. El dolor, los interrogantes, la angustia fueron la textura; la belleza y la felicidad, sus óleos; y Griselda, la estrella que lo guiaba.
La noticia de su muerte me dejó temblando en medio de uno de los pasillos de Casa de Gobierno. Estaba a pasos del Salón de Gobernadores que Oscar restauró y embelleció allá por los años 80. Pensé que ahora estaría con Griselda, de cuya partida nunca se recuperó del todo, y con Cesáreo Bernaldo de Quirós, el autor de esos fabulosos cuadros que Oscar restauraba en solitarias jornadas de trabajo en el Museo de Bellas Artes.
Le avisé a mis amigos y a compañeros de trabajo. Entonces volví a aquel poema que me envió hace dos semanas: Esquiando / Pasa Nico / Las rectas no existen / Tuerce su torso / Aliviana la subida / Los cruces tampoco existen / Calcula semáforos en verde / Y se deja llevar / Su bicicleta hace el resto.
Es cierto, querido Oscar, las rectas no existen. El camino es sinuoso y cuesta encontrar los semáforos en verde para alivianar la subida. Vuelta alto, querido amigo de luz y colores.