La nación católica, en su encrucijada

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1042
Anticipo del libro de Loris Zanatta

Por Loris Zanatta

A mediados de 1975, el destino del gobierno peronista parecía signado y todos pensaban en el futuro, incluso la Iglesia. El encuentro del 13 de mayo entre el episcopado e Isabel no serenó los ánimos y el gobierno se sintió en el deber de desmentir los rumores de un duro enfrentamiento. “El rey está desnudo”, escribió la prensa, “el terrorismo impera y la economía se hunde”. El pesimismo no era cristiano, dijo Tortolo, pero “la realidad es grave”. El gobierno pensaba salir del pozo evocando un vago “modelo nacional” que no entusiasmaba a nadie; mejor sería volar bajo pero en un modo concreto, fue el comentario en los círculos episcopales. “Dado que la Argentina es una nación católica y debe recuperar su vocación, mejor sería hablar de una simple ‘reorganización del Estado’”, dijeron.

En esta situación, la misión de los militares era restablecer la unanimidad del país en torno al catolicismo. Si la moral, la juventud y la política estaban “fracturadas”, dijo Tortolo, era el momento de restablecer “la unidad de los valores esenciales”; una misión que sólo podían cumplir hombres no corruptos y dispuestos a ofrecerse a la patria. En lugar de deducir la necesidad de representar esas “fracturas” a través de instituciones políticas adecuadas, la cúpula de la Iglesia buscaba la solución en el milagro de la unanimidad espiritual. En vista de que la vida social era cada día más inhumana, dijo el anciano jurista católico Tomás Casares, había llegado la hora de restablecer los principios de jerarquía. Éste era el clima en la cúpula de la Iglesia mientras el gobierno agonizaba. Así, la idea de un orden orgánico basado en los pilares del catolicismo, las fuerzas armadas y la Iglesia surgía natural.

El crecimiento del poder militar en detrimento de un gobierno a la deriva no disgustaba a nadie. Creaba la ilusión de que las fuerzas armadas pondrían un remedio al caos económico y el terror. Cuando Isabel, presionada por los militares, destituyó a López Rega, esa esperanza parecía encontrar una confirmación. Fue así para la Iglesia cuyas relaciones con el gobierno eran tensas. ¿Qué pensar —escribió una revista católica— de los cuatro gobiernos que se sucedieron en dos meses y de las tres devaluaciones en los últimos treinta días? Ante un país lacerado en todos los órdenes, continuaba, urgía una acción eficaz contra el terrorismo, y las fuerzas armadas ofrecían garantías en tal sentido. El nombramiento de Cafiero, hombre moderado y vinculado a los obispos, en el gobierno hizo entrever a fin de año la posibilidad de reanudar los lazos con el peronismo; pero también él fue fulminado por los vetos entre las facciones peronistas. Entretanto, el episcopado evitaba el acto formal de defender las instituciones y se limitaba a predicar la esperanza.

De profundis económico

Mientras todos contemplaban la tremenda espiral de violencia, la vida cotidiana mostraba los costosos efectos del desastre económico. Las causas eran muchas pero la realidad, evidente; la Argentina, un país de enormes potencialidades, caminaba hacia atrás como el cangrejo. Era difícil no preguntarse si, por casualidad, las recetas económicas de este país donde tanto se hablaba de justicia social en nombre del evangelio habían sido las apropiadas, ya que no se veía crecer la justicia ¡y tampoco la riqueza que todos soñaban distribuir! Era fácil arremeter contra el liberalismo, culpable de haber abierto las puertas al capital extranjero con la esperanza de crear empleo y mejorar la estructura productiva. Pero tampoco las rimbombantes promesas peronistas habían dado frutos. ¿Quizá la bancarrota de la nación católica también se extendía al plano económico? ¿Acaso no se había impuesto una camisa de fuerza al mercado porque era mal visto en la nación católica? ¿No se había reprimido el desarrollo para satisfacer a las corporaciones en cuya armonía se basaba el mito nacional que consideraba la iniciativa privada como una blasfemia?

Eran preguntas legítimas que pocos se hacían. La nación católica se disgregaba, pero quedaba grabada en las mentes. La triste misiva de monseñor Devoto al gobernador de su provincia fue un típico ejemplo. ¿Quién podía cuestionar su buena fe? El excedente en la producción de tabaco estaba por hacer desplomar los precios y arruinar a los productores; el Estado debía comprarlo, escribió. Para ser “verdaderamente cristianas”, precisó, las autoridades debían obedecer al obispo. Al rechazar en bloque el liberalismo, el mito de la nación católica inhibía la maduración de las instituciones políticas pluralistas y, del mismo modo, al rechazar el capitalismo, no se ocupaba de gobernar la economía moderna en un modo racional. Por lo tanto, era urgente tener una sólida representación de la sociedad civil y distanciar las esferas económica y religiosa. Pero la nación católica era una trampa de la cual nadie se atrevía a decir que era necesario liberarse.

Cuando el presidente del Senado, Ítalo Luder, asumió interinamente la presidencia durante una licencia de Isabel, las fuerzas armadas le propusieron cuatro planes de acción diferentes contra la guerrilla. Luder eligió el más duro y emitió los famosos decretos de “aniquilamiento”, con los cuales en la práctica daba a los militares total libertad para matar. Si la intención era salvar de este modo al gobierno, calculó mal. A lo sumo, lo redujo a un escudo de cartón. Convertido en vicario castrense, Tortolo dirigía el coro de elogios a la acción militar. En este contexto, más dramático desde la muerte de un coronel secuestrado por el ERP, el contenido de sus homilías llegó a ser aún más exaltado y tuvo un gran éxito entre los jóvenes oficiales, los católicos nacionalistas y los obispos más favorables a la guerra santa. “Hay muchos pecados, muchos crímenes, mucha impunidad en todos los niveles, incluso en los más altos”, dijo; “me pregunto si Dios no querrá algo más de las fuerzas armadas”. Así preparaba al país para una nueva intervención militar, y no invocaba la ley sino la liberación del pecado. El horizonte ideal del golpe in fieri era la nación católica. En esto también coincidía Bonamín: “La sangre redime” y era el ejército el que debía expiar por todos.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS correspondiente al día 7 de julio de 2016)

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