Coni Cherep
(especial para ANALISIS)
Es saludable que la ciudadanía cuestione al periodismo. Tanto como al poder político, al poder judicial a los legisladores, a las iglesias y a los sindicatos. Nada ni nadie que orbite alrededor de la cosa pública está exento de las miradas sesgadas, de los reproches ideológicos o morales.
A los delitos se los combate con justicia. Al incumplimiento de los deberes de funcionarios públicos también. A los malos gobiernos, se los castiga con el voto popular. A los malos jueces, los destituye el Consejo de la Magistratura. Y a la prensa- en la medida que sus acciones no constituyan delitos- se los castiga con el desprestigio y con la merma de lectores, televidentes y oyentes.
No hay, no puede haber, comisiones de notables que establezcan límites a su trabajo. Ni organizaciones gremiales que le impongan una manera de trabajar. El oficio del periodismo, más allá de los mitos, es un trabajo mayoritariamente solitario. Y sus límites generalmente están marcados por las líneas editoriales de las empresas donde trabajan o sus propias ideas.
Si un periodista miente y esa mentira perjudica directamente los derechos de las personas, está expuesto a las figuras que contempla el Código Penal. Y nada más. Ese es el único límite que las instituciones pueden imponerle, cuando efectivamente ese delito sea cierto.
La censura, aquella que conocimos casi como una caricatura en los tiempos de las dictaduras, ha cesado por grosera. Ha sido extirpada por incompatible con el funcionamiento más o menos regular de la democracia. Aquel método del silencio forzoso subsiste en los regímenes totalitarios: En los países gobernados por el fanatismo islámico, en Corea del Norte o en Venezuela y Cuba, sólo por citar ejemplos. O en las acciones mafiosas del negocio criminal, como en México.
En nuestro país se ejerce, si, pero de manera sutil e inevitable: suelen ser las mismas empresas de medios, bajo presiones del poder político o de otras corporaciones, las que suelen limitar la exposición de un periodista. O la autocensura, que responde a conveniencias o temores del propio periodista, que elige difundir o no la información o sus opiniones. Esa “censura” no se reprocha, se naturaliza y es peligrosa. Pero se enmarca dentro de las “reglas de juego”, y se suponen irreversibles. Allí colisionan las libertades de expresión con las de empresas. Y, sobre todo, la necesidad de supervivencia de los periodistas, que muchas veces eligen el silencio por temor a perder el trabajo o a perder algunas pautas publicitarias.
Sin embargo, en los últimos tiempos aparecieron nuevas modalidades que ponen en riesgo el libre ejercicio de la expresión y que, si se consolidan, la pondrán en riesgo de muerte. Eso es lo que ocurre con el intento de calificar forzosamente a la tarea periodística dentro de figuras penales y amenazarla con consecuencias sobre la libertad. No ya de expresión, sino de trabajo.
(Más información en la edición gráfica 1106 de la revista ANALISIS del jueves 10 de octubre de 2019)