El secuestro que conmovió al poder
En junio de 1991 el gobierno de Jorge Busti se conmocionó como nunca. Fue cuando secuestraron al funcionario del IAPV, Rubén Calero, que a los pocos días apareció asesinado, en aguas del río Paraná. Una semana antes habían asaltado el hospital Roballos y asesinado de un balazo al cabo Tarnowski. La historia quedó plasmada en el nuevo libro de Daniel Enz, director de ANALISIS. Se llama Crimen por encargo, son 270 páginas y es el libro número 19 de Enz. Aquí, un anticipo del nuevo trabajo periodístico.
Por Daniel Enz
Hernán Orduna estaba leyendo el diario en su departamento de calle Buenos Aires y se aprestaba a salir y caminar los casi 400 metros para llegar a la Casa de Gobierno. Lo hacía todos los días. El portero del edificio de la esquina de Buenos Aires y Ecuador -donde siempre vivieron y residen funcionarios provinciales y judiciales- se lo tiraba por debajo de la puerta antes de las 6. Esa era la orden estricta.
Como en cada jornada, eran las 6.45 de la mañana y ya había tomado su sacón negro para partir cuando sonó el teléfono fijo. Ya estaba cerca de la puerta cuando escuchó el aparato. El ministro de Gobierno de Jorge Busti tomó el auricular y se tuvo que sentar en el sofá del reducido living cuando oyó la noticia que le daba su subordinado. Cortó y puteó con bronca. Quedó algo shockeado con lo que le transmitió el jefe de Policía, Julio Luján González, un viejo comisario de origen peronista nombrado al inicio de la gestión. En especial, ante la última frase que le remarcó el oficial: “Pienso lo peor”.
Su mujer, Elsa Rameri, se encontraba en la habitación contigua del inmueble y no dudó en acercarse para interiorizarse de la situación y contenerlo de alguna manera. Lo conocía muy bien y entendió que esos silencios del Vasco eran porque algo lo preocupaba demasiado. Orduna había soportado más de dos mil días de cárcel como preso político de la dictadura de Jorge Rafael Videla. Era un hombre duro. De pocas pulgas, frontal y recto. No andaba con vueltas, no soportaba el engaño ni la corrupción. Y tampoco era demostrativo con su entorno. Quizás una secuela de su paso por la prisión.
--¿Qué pasó? -alcanzó a preguntarle su esposa.
--Está desaparecido desde anoche el escribano Rubén Calero, un funcionario del IAPV muy querido en el peronismo de Paraná. Muy cercano a la gente de la construcción.
Era viernes 7 de junio de 1991, faltaban tres meses para las elecciones generales en Entre Ríos y todas las encuestas daban como favoritos a la fórmula Moine - Orduna, a la que Busti lo había sumado después de convencerlo de que se bajara de su precandidatura. Con Moine no tenía relación, más allá de un trato protocolar y distante durante el gobierno. La repercusión pública de esta situación judicial los podía afectar electoralmente. Y nada debía interponerse en la continuidad del peronismo entrerriano en el poder, más allá de la conducción política natural del presidente Carlos Menem a quien, precisamente, le habían dado la espalda en el ’88, en la interna con Antonio Cafiero. Busti y la gran mayoría de sus colaboradores apostaron fervorosamente al gobernador bonaerense, pero el riojano -más allá de los dirigentes entrerrianos más papistas que el Papa- nunca les cobró esa factura cuando llegó a la Casa Rosada.
El ministro político de Busti no conocía al escribano Calero, pero había una particularidad: la esposa del desaparecido, Nilda Bressán, trabajaba en una oficina contable que estaba a no más de diez metros del despacho de Orduna, en un área que dependía del Ministerio de Gobierno. El Vasco tomó el caso en forma personal. El llanto de la mujer de Calero esa mañana casi lo quebró y en un primer momento entendió que podía ser una vendetta de un sector policial que le venía haciendo la vida imposible, por su rol de conductor político de la fuerza.
La mujer del escribano desaparecido lo estaba esperando en la antesala del amplio despacho de Orduna, en el primer piso de la esquina de Córdoba y México, para contarle lo que sabía. En realidad no era demasiado, pero cualquier dato servía para la investigación.
En el gobierno de Busti eran días de suma tensión, que no tenía que ver estrictamente con la cuestión electoral, sino con algunos hechos que habían sucedido en jornadas previas. Una semana antes de la desaparición de Calero, el 31 de mayo, el cabo de la Policía Vicente Ignacio Tarnowski, oriundo de Coronda, fue asesinado a sangre fría en el Hospital Neuropsiquiátrico Antonio Roballos de Paraná. La muerte del suboficial se produjo cuando tres individuos fuertemente armados, en un perfecto operativo comando del que participaron dos personas más, robaron 370 millones de australes (algo así como 37 mil dólares de esos días), destinados al pago de sueldos del personal del nosocomio. Tarnowski estaba de guardia y fue el primero que los enfrentó. Pero no alcanzó ni siquiera a desenfundar su arma reglamentaria.
--¿Vos qué hacés acá?-, relataron algunos testigos que fue lo último que alcanzó a pronunciar el cabo antes de la ejecución por parte de los maleantes que llegaron al nosocomio.
Los disparos posteriores, al pecho y a la cabeza, terminaron con su vida y, por ende, nadie supo de la identidad de su matador, a quien evidentemente conocía de la fuerza policial, porque no tenía vida social en Paraná, ya que viajaba todos los días a la localidad santafesina donde residía.
Estaba claro que había existido una tarea logística importante y los que participaron en el cruento episodio sabían muy bien lo que hacían y estaban dispuestos a todo. Y ese hecho quedó en la más absoluta impunidad desde esos días.
Fue un golpe al centro del poder político. Salud dependía del Ministerio de Bienestar Social, que hasta diciembre de 1990 había sido conducido por el joven ministro José Carlos Halle, quien dependía políticamente de José Conde Ramos, diputado nacional del Grupo de los 8, disidente y crítico acérrimo de Menem. Halle se fue después de perder en la interna del PJ y fue reemplazado por el cardiólogo Augusto Ramos, hermano del Conde. El grupo político, las denominadas Mesas de Trabajo Peronistas, estaba de alguna manera enfrentado con Orduna. Y quienes hilaban fino entendían que podían existir mensajes mafiosos cruzados entre uno y otro hecho, aunque con el tiempo nunca se pudo comprobar.
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La mujer de Calero estaba siendo contenida por los secretarios privados de Orduna cuando llegó el ministro a su oficina. El Vasco saludó brevemente, ingresó al despacho y después de hacer un par de llamados y consultas le pidió a sus asistentes que la hicieran pasar. Primero se comunicó con su amigo Jorge Busti para ponerlo al tanto de lo sucedido y darle sus primeras impresiones. Busti no ocultó su preocupación.
--¿Tiene que ver alguno de los nuestros? -preguntó.
--Nunca se sabe con algunos compañeritos. Dejame investigar qué hay detrás -dijo Orduna.
González había cruzado desde la Jefatura de Policía para ver si el ministro precisaba su presencia, pero Orduna entendió que primero debía hablar a solas con la esposa de Calero. El comisario permaneció igual en la antesala. Por las dudas.
--¿Adónde tenía que ir anoche su marido? -preguntó el ministro.
--Me dijo que iba a una reunión de la comisión de Viviendas del Partido Justicialista. Después volvía para casa -contestó Nilda Bressán.
--¿Pero usted no notó nada raro en él, ni le manifestó nada? -insistió.
--No, para nada. Igualmente, por lo general no me contaba cosas partidarias o del IAPV que me pudieran preocupar.
La mujer le relató, además, que en las primeras horas de la mañana había llamado a la oficina del IAPV donde trabajaba la dirigente paranaense Alejandra Abdala -que militaba en el mismo grupo que Calero-, para pedirle algunas precisiones, porque sabía que habían concurrido juntos a la sede del PJ de calle 9 de Julio de Paraná. El escribano, siempre de muy bajo perfil, había quedado identificado con el sector menemista, pese a lo que opinaban los jefes del IAPV, liderado por Walter Grand y por ello fue incluso que ingresó al organismo provincial. Hasta sorprendió a propios y extraños cuando se sacó una foto con el candidato a vice, Eduardo Duhalde, cuando llegó a Paraná en tiempos de campaña, imagen que no dejaba de exhibir entre sus allegados. El conocido arquitecto nunca dudó en alinearse con Cafiero para la interna nacional, aunque luego hizo importantes negocios con el menemismo, cuando llegaron al poder central.
Calero y Abdala, además de ser amigos y compañeros de trabajo, eran vecinos, en la zona de calle Diamante y Bavio. Se veían casi todos los días, en uno u otro ámbito.
-¿No se volvió con vos? -preguntó la esposa.
-Lo vi cuando entramos al partido. Yo estuve en la comisión de Reforma de la Constitución, que sesionó en la biblioteca, y Rubén se fue a la planta alta, al microcine. Ahí arriba se reunía Vivienda y Obras Públicas. Yo estuve un rato y me aburrí. Por eso me fui a la otra. ¿No preguntaste en el hospital? -insistió Abdala.
-Ya hice todas las averiguaciones. Ahora me voy para la Policía- respondió Bressán.
En verdad, quien concurrió a la sede de la Comisaría Primera fue el hijo mayor del matrimonio, Cristian Rubén Calero, que aún no había cumplido los veinte años, a fin de solicitar la localización de su padre. Pero no encontró ningún dato en esas primeras horas.
A las ocho de la mañana de ese jueves apareció abandonado el vehículo del escribano. Era un Peugeot 504 color crema que hacía no más de dos meses le había comprado al entonces director de Rentas de la provincia, Oscar Pacha Mori, uno de los principales cajeros políticos de Busti en sus dos primeros gobiernos. Lo hizo a través de una agencia de Paraná. Oriundo de Rojas, provincia de Buenos Aires, el conocido Pacha se había sumado a la DGR, después de estar durante los primeros años en la firma SAFRA, que estaba en manos del Estado entrerriano y siempre vinculada a los negocios del frigorífico regional Santa Elena estatal. Previo a ello había trabajado en el gobierno de José María Vernet, en Santa Fe, junto al exsecretario general de la Gobernación, Roberto Gato Bartomioli, proveniente de Casilda. Se conocían de ámbitos universitarios de Rosario, donde habían ido a estudiar en la década del ‘60. Era un cuadro de Guardia de Hierro del peronismo, pero no tenía demasiado contacto con Calero. La venta del automóvil al escribano había sido una negociación circunstancial.
El coche apareció detrás del Barrio Mosconi I, que estaba en construcción. El sereno del lugar fue quien pasó el dato. Le faltaba la batería, el estéreo y tenía manchas de sangre en el asiento trasero. La denuncia quedó radicada en la Comisaría Quinta de Paraná, ya que el vehículo fue encontrado en su jurisdicción. En principio se entendió que el dato de la sangre en el auto era un elemento para pensar en una historia algo violenta que, por esas horas, se desconocía cómo terminaría.
A la causa la tomó el juez de Instrucción Héctor Vilarrodona y la agente fiscal Susana Medina de Rizzo. Tenían los despachos en planta baja de Tribunales, muy cerca del acceso por calle Córdoba y las oficinas eran lindantes. El juez era el de más experiencia: tenía no más de 23 años cuando ingresó como escribiente al Poder Judicial, en julio de 1977. Se recibió en 1982 en la Universidad Nacional del Litoral y en 1984 se transformó en secretario del Juzgado Correccional de Paraná, que estaba a cargo de Carlos Lloveras. Sergio Montiel lo nombró juez en 1984, cuando tenía 34 años, por su amistad con el padre, Carlos Vilarrodona.
Susana Medina también estudió en Santa Fe. Hija de un suboficial retirado del Ejército, comenzó la facultad en 1973 y terminó cinco años después. Cuando se recibió, tenía 23 años y decidió capacitarse en Capital Federal, pese a los tiempos difíciles de la última dictadura. Pero nada la iba afectar del gobierno de facto: era de su preferencia el general Videla y estaba de acuerdo con sus ideas. Apenas retornó a Paraná, a fines de 1983, fue designada abogada de la delegación local de la Asociación de Trabajadores de la Sanidad Argentina (ATSA). El dirigente Omar Duerto era, en esos días, delegado de la obra social y jugaba al fútbol en Atlético Paraná, el club donde el esposo de la abogada, el médico Ricardo Rizzo, era directivo. El traumatólogo tenía además el grado de oficial del Ejército Argentino y había desempeñado roles secundarios en el Hospital Militar de Paraná, durante la dictadura. No pocos soldados de esa época solían recordar sus movimientos cuando llegaba algún detenido político herido o con secuelas de la tortura. Pero la justicia federal de Paraná nunca pudo avanzar respecto del rol que había tenido -pese a los testimonios que existían-, porque su esposa se ocupó de poner todas las trabas habidas y por haber.
Rizzo, además, logró que Duerto comenzara a trabajar en la Clínica Modelo, que era considerada la más importante de la capital provincial y una de las principales de la región. A su vez, durante unos pocos meses, Susana Medina colaboró en el estudio notarial-jurídico de la familia Rodríguez Vagaría, muy ligada al radicalismo paranaense, pero optó por afiliarse a la UCeDé del capitán e ingeniero Alvaro Alsogaray. Entre 1985 y 1987, Medina participaba activamente de las reuniones en Paraná -en pleno furor de la agrupación de centroderecha- y era quien llevaba los comunicados de prensa a El Diario y a LT14. También llegó a aportarle algunas ideas a Idelfonso Esnal, quien en diciembre de 1987 asumió como diputado provincial de la UCeDé. En mayo de 1988 fue requerida por el fiscal de Estado, Raúl Barrandeguy, el organizador clave del bustismo para las designaciones de jueces y fiscales en ese tiempo. El 3 de julio, Susana Medina asumió como fiscal.
(Más información en la edición gráfica de la revista ANALISIS, edición 1165, del día 30 de octubre de 2025)


