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La sangrienta emboscada de la policía de Río de Janeiro en la Sierra de la Misericordia

Un hombre observa los cadáveres de las personas en la redada policial contra Comando Vermelho, en Río de Janeiro.

Un hombre observa los cadáveres de las personas en la redada policial contra Comando Vermelho, en Río de Janeiro.

Para casi nadie en Río de Janeiro era un secreto que los soldados del Comando Vermelho (CV) se movían a su antojo por la zona boscosa que ocupa la hondonada entre las dos grandes barriadas de favelas que son guarida del grupo criminal carioca, que tiene tentáculos por la ciudad y casi todo Brasil. En ese terreno accidentado, cubierto por vegetación, entrenaban los narcotraficantes tácticas de tiro o de combate, hacían guardias de vigilancia y, si la policía apretaba por las callejuelas cercanas, era una ruta crucial para huir. Más de una vez las fuerzas de seguridad grabaron desde helicópteros filas de hombres armados con fusiles escapando monte arriba por la Sierra de la Misericordia. Una zona en la que históricamente la policía evitaba internarse: demasiado peligroso, incluso para los agentes más curtidos y mejor armados. Hasta el martes.

Ese día, la tradicional ruta de fuga de los criminales más poderosos y sanguinarios de Río se convirtió en epicentro de la operación policial más letal de la historia de Brasil. Las fuerzas de seguridad cambiaron de estrategia. Cuando los sospechosos huían bosque arriba, acorralados, se toparon con una sorpresa entre árboles y matorrales, una emboscada, un muro formado por agentes del BOPE —los retratados en la película Tropa de Élite—. Ese eslogan tan extendido y celebrado entre muchos aquí que dice Bandido bom é bandido morto (el buen criminal es el criminal muerto) se hizo realidad. Las autoridades argumentan que encapsular a los narcotraficantes monte arriba protegió a los vecinos, consignó el diario El País de España.

El operativo para frenar la expansión del CV (y cumplir órdenes de arresto) acabó con más muertos (121, incluidos cuatro policías) que detenidos (113) o fusiles decomisados (93). Casi 80 de los 99 muertos identificados tenían antecedentes policiales por delitos graves, según las fuerzas de seguridad.

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Un hombre es detenido por policías durante el operativo en la favela do Penha, en Río de Janeiro, el 28 de octubre.

Pero volvamos al principio.

Todavía no había amanecido el martes cuando a Jessica, de 35 años, le despertaron los primeros tiros en el complejo de favelas de Penha. Debían ser como las cuatro y media de la madrugada, dice, cuando estalló el estruendo. El CV devolvió el fuego intenso. “Con esa cantidad de tiros y durante tantas horas, entendimos pronto que era una operación enorme”, explica, mientras observa la calzada donde hace solo un rato yacían los cadáveres de unos 70 hombres abatidos en la brutal emboscada que los vecinos rescataron en la Sierra de la Misericordia.

Jessica —short, camiseta de tirantes, chancletas e impecable manicura— comenta que llevaban un periodo tranquilo, como nueve meses sin incursiones policiales. Ya es miércoles por la tarde, se han llevado los cuerpos a la morgue. Mientras charla, unos operarios friegan el asfalto con esmero, escobas, agua y jabón.

Con 2.500 agentes, 32 vehículos blindados y drones policiales, arrancó de madrugada un despliegue espectacular que alguien decidió bautizar oficialmente como Operación Contención. Los agentes activaron las cámaras de sus uniformes, esas que sus jefes se resistieron hace unos años a que usaran.

“Hablé con él la última vez horas antes de la operación”, cuenta Rakhel Rios, de 34 años, ante el depósito de cadáveres. Esta mujer de pelo rubio recogido, tez muy pálida, labios rosáceos y el cuerpo lleno de tatuajes, es ahora una madre doliente. Todavía en shock, espera para identificar a su hijo Yago Ravel R., de 19 años. Solo quiere verlo. Le han dicho que lo encontraron en el bosque. Decapitado.

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Presuntos traficantes de drogas sentados en el suelo tras ser detenidos por miembros de la unidad especial de la policía militar.

Cientos de agentes asaltaron los complejos de favelas de Penha y Alemão, cuartel general del Comando Vermelho para su negocio de tráfico de drogas y armas. Escondite de sus capos, sus lugartenientes y jefes del narco aliados llegados de otros Estados a los que ofrecen protección a cambio de un alquiler y una alianza comercial (40 de los muertos eran foráneos). Aquí reclutan entre la chavalería. Castigan cruelmente a los vecinos díscolos ademas de torturar, asesinar y hacer desaparecer a los soplones. Todos en el vecindario conocen las reglas.

Para ese tercio de los cariocas que vive en las favelas, las balaceras no son asuntos del noticiero, sino una realidad recurrente a la vuelta de la esquina. Cuando la policía entra hasta allí, todo el que puede evita salir de casa. Las familias se atrincheran en el rincón más seguro y esperan a que amaine. Eso hicieron el martes antes del amanecer. “Nos encerramos en casa, atrapados en medio, como siempre, rehenes”, dice Jessica con ese deje de quien cuenta algo sabido. Súbitamente, su humilde barriada era escenario del enésimo capítulo en la guerra contra las drogas. “Nadie sale por qué te pegan un tiro”.

La vida quedó completamente paralizada en ese Río de Janeiro encaramado a las colinas, pobre, negro, que queda a años luz de las playas donde los turistas se tuestan caipirinha en mano. Nadie fue a la escuela porque suspendieron las clases, los centros sanitarios cerraron y muchas líneas de autobús fueron desviadas, mientras en los callejones unas fuerzas de seguridad famosas por su brutalidad se enfrentaban a los soldados del narco, cada vez mejor armados, destacó el diario El País de España.

Cinco millones de reales (unos 900.000 dólares, 800.000 euros) gasta el Comando Vermelho al mes en armamento, según apuntes intervenidos al pez más gordo cazado en la operación, un contable del hampa. El que sigue prófugo es la pieza mayor, el gran capo del grupo criminal fuera de la cárcel, Edgar Alves Andrade, Doca, de 55 años e investigado por más de cien asesinatos.

Los vídeos muestran ráfagas de cien balazos por minuto y espectaculares fumarolas de las barricadas levantadas para cortar el paso a los blindados policiales. Esta vez, una novedad inspirada en Ucrania: el Comando Vermelho estrenó drones para lanzar bombas desde el aire a los agentes. Las primeras informaciones ya apuntaban a dos policías muertos. Los vecinos directamente afectados, que en esas horas tensas se informan en grupos de WhatsApp, tomaron nota. No es ningún secreto que, por aquí, una baja en las fuerzas de seguridad anticipa un desenlace especialmente cruento. Y así fue.

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Un grupo de personas trasladan un cuerpo en la favela Vila Cruzeiro, en Río de Janeiro.

La política del gatillo fácil está bien consolidada entre los criminales y las fuerzas de seguridad de Brasil. Río acaba de vetar una propuesta para premiar con un plus salarial a los policías que maten criminales, pero la estadística es tozuda: 6.243 sospechosos murieron baleados por la policía en 2024, según el Foro Brasileño de Seguridad Pública. Eso significa 17 personas al día. Un 14% de las muertes violentas fue obra de uniformados.

El gobernador de Río de Janeiro, Cláudio Castro, compareció horas antes de que la acción terminara. Sus agentes seguían disparando y esquivando balas cuando acusó al Gobierno federal, el que preside Luiz Inácio Lula da Silva, de “dejar a Río de Janeiro sola en esta guerra”. “Ya no nos enfrentamos a la delincuencia común, esto es narcoterrorismo. Los criminales usan tecnología de guerra”, avisó. Ahí otra novedad. Cuando todo Brasil estaba atento a Río, Castro, aliado del bolsonarismo, abrazó la tesis de Trump. Esa que se resume en que los narcotraficantes son terroristas a los que perseguir con métodos militares y sin amparo legal. La que alumbró los ataques con bombas a supuestas narcolanchas, resaltó el diario El País de España.

En las paredes de Brasil asoman, entre mil pintadas, las siglas de quien manda en el territorio. Un mensaje que al ojo atento no se le escapa. En los últimos años, el Comando Vermelho ha reconquistado barrios cariocas que había perdido a manos de policías-criminales, pero sobre todo ha extendido los tentáculos de sus negocios ilícitos de drogas y armas por casi todo el territorio nacional. Ahora domina la ruta que lleva por la Amazonia, en avioneta, lancha o narcosubmarino, la cocaína de Colombia, Perú o Bolivia hasta la costa. Es el segundo grupo más poderoso del crimen organizado brasileño, solo le hace sombra el Primer Comando de la Capital, rival ahora y, a ratos, aliado.

Cuando las autoridades decidieron un ataque frontal de ese calibre contra el Comando Vermelho en su cuartel general, sabían que reaccionaría con furia. El grupo es conocido por su brutalidad y porque responde con fuego pesado. Y poco tardó la banda criminal en sembrar el caos y paralizar la ciudad con barricadas en todos los distritos, salvo la zona sur, donde viven los ricos y reinan los turistas. Presa del pánico, los cariocas corrieron al metro o al autobús para regresar a casa y ponerse a resguardo.

El hospital Getulio Vargas, el más cercano al epicentro de la batalla, empezó a recibir heridos, tanto uniformados como sospechosos. Al caer la noche, las autoridades de Río anunciaron un primer balance oficial: 64 muertos. La mayor matanza policial de la ciudad.

Rios, la madre rubia de tez blanca y labios rosados, estaba tan angustiada que, en cuando calló la balacera, emprendió una búsqueda desesperada. “Me pasé toda la noche buscando a mi hijo, en los hospitales, en la Ciudad de la Policía… nada, no supe nada hasta que a las nueve de la mañana me llamó mi prima”. Ella le dio la noticia cuando Brasil y el mundo acababan de descubrir horrorizados que los muertos eran el doble de los anunciados, señaló el diario El País de España.

Los vecinos colocaron los cadáveres rescatados en la Sierra de la Misericordia, tumbados sobre en el asfalto, hombro con hombro, desvestidos. Según ellos, para que sus familias los reconocieran por los tatuajes. Según la policía, para despojarlos de las ropas de camuflaje, capuchas y demás que los delatarían. La zona boscosa quedó salpicada de regueros de sangre y casquillos de bala, contaron a la prensa los testigos, que hablan de cadáveres desfigurados, decapitados y otras escenas inclasificables, como un muerto que aún sujetaba en la mano una granada con la espoleta puesta. Allí lo dejaron.

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Rakhel Rios, la madre de Yago Ravel, de 19 años, uno de los muertos en la operación, acompaña su ataúd este viernes, en Río.

Al hijo de Rios, Yago Ravel, también lo encontraron en el bosque. “Lo degollaron, le cortaron la cabeza y la colgaron. No le dispararon”, explica un allegado mientras la madre escucha. “Mi hijo fue ejecutado, asesinado”, apunta ella muy seria, contenida. “No tuvo derecho de defensa, pura crueldad”, dice el hombre a su lado. Solo cuando se acerca una allegada y la abraza fuerte rompe a llorar desconsolada. Hacía tiempo que temía por Yago Ravel. “Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado”, se lamenta entre sollozos, mientras espera despedirse de él por última vez.

La policía Federal, que depende del Gobierno de Lula, fue invitada a participar en la acción por sus colegas de la policía fluminense. “Analizados los planes operativos, nuestro equipo consideró que no era razonable participar”, ha explicado el director de la PF, Andrei Rodrigues.

El gobernador de Río defiente la operación como “un éxito”, ensombrecido solo por la muerte de los cuatro agentes. Debilitado, Castro tiene la vista puesta en 2026 y los gobernadores de derechas lo arropan. La columnista de O Globo Malu Gaspar escribía el jueves que “la justificación de la matanza es que estamos en guerra y que en la guerra hay muertos. Buena parte de la población respalda ese discurso, por eso Castro ha capitalizado políticamente la operación”.

La veterana activista carioca Eliana de Sousa Silva, de la ONG Redes da Maré, otra barriada de favelas, recalca que la última operación “destaca por la magnitud, pero sigue el patrón de siempre”, y se queja de que “la policía no entra en otros barrios como en las favelas”. “Nos sentimos basura”, zanja. Alerta sobre el odio que engendran estas dosis de violencia y expresa su impotencia porque las autoridades de Río de Janeiro hacen oídos sordos incluso a las decisiones del Tribunal Supremo para reducir la letalidad policial, publicó el diario El País de España.

Madres de muertos en el goteo cotidiano de violencia policial acudieron veloces a arropar a las familias afectadas por la última matanza. Casi ninguna información ha trascendido sobre esas horas donde la tropa del narco y la tropa de choque de la policía se batieron cuerpo a cuerpo en la Sierra de la Misericordia.

La prioridad de la activista Sousa Silva es saber quiénes eran los fallecidos y en qué circunstancias exactas murió cada uno. La policía ha impedido por ahora que el Ministerio Público participe en las autopsias, elemento clave. Cruciales también las grabaciones de las cámaras de seguridad de los agentes. Pero las autoridades ya han advertido de que las baterías se gastaron antes de que los agentes regresaran a sus cuarteles.

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Fotografía aérea que muestra la protesta de los vecinos y de activistas en las favelas de Penha este viernes.

De vuelta en la favela de Penha, los restos de un coche quemado cortan el paso a un estrecho callejón. Sobre él, alguien ha escrito en rojo “organize seu ódio” (organiza tu odio). Un tipo se coloca ante la escena y posa para un selfie. Al otro lado de la calle, ya sin la fila de cadáveres, Carla, de 38 años, expresa su hastío. “Vivo aquí hace 38 años y no cambia nada. Queremos paz”.

 

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