La tradición de Montiel
En pocos días llegará a las librerías “Montiel. La biografía de un caudillo amado y odiado”. Se trata de un trabajo del periodista Antonio Tardelli que recorre la vida de Sergio Alberto Montiel, el único dirigente radical que gobernó la provincia de Entre Ríos desde la restauración democrática de 1983. La investigación aborda la trayectoria del caudillo desde su infancia, marcada por la muerte violenta de su padre en un levantamiento militar acaecido en 1931, hasta su desaparición física, pasando por sus dos mandatos y por los hechos de diciembre de 2001. A continuación ANÁLISIS ofrece partes del Capítulo 1 de ese libro.
Capítulo 1
La tradición de Montiel
El alzamiento del teniente coronel Gregorio Pomar y la muerte de Lino Hilario Montiel
Perezoso, cansino, lento como una lágrima navega río abajo el buque que aloja la capilla ardiente. El Vapor de la Carrera traslada los restos mortales del teniente coronel Lino Hilario Montiel. Es el militar ultimado a quemarropa en el frustrado alzamiento que acaba de protagonizar el teniente coronel Gregorio Pomar, el leal edecán de Hipólito Yrigoyen. Ha fracasado el intento de reponer en el poder al derrocado Presidente de la República. El país está conmovido y rige la ley marcial. Los radicales mastican su frustración. Es el invierno de 1931.
Una viuda y cinco hijos lloran el recorrido interminable entre Corrientes, la ciudad de la tragedia, y Paraná. Vienen de asistir a una misa en la Iglesia Catedral. El presidente de facto, el general José Félix Uriburu, les ha enviado sus condolencias. Un nutrido grupo de vecinos acompañó el féretro hasta el embarcadero correntino. La Armada hizo sonar sus salvas de ordenanza. En Entre Ríos les aguarda todavía un funeral, una ceremonia con honores castrenses y la despedida final en el panteón militar. Cándida Rosa Forzano, la viuda, viste ya un luto que la acompañará por años. Se pregunta por el futuro. Consuela a sus hijos. Abraza especialmente al menor.
A los tres años de edad el pequeño registra escenas indelebles: el poni al que lo izaron el día último, los ademanes de un suboficial robusto que en medio del caos suplica que alejen al niño del lugar, los gritos desesperados de su madre y la camita turca de hierro donde lo sentaron a esperar la nada. Se navega en silencio. Parpadea la luz de los cirios. El buque, triste y frío, los lleva de vuelta a casa.
La dictadura de Uriburu permanece en pie: la rebelión radical ha sido abatida. El poder de las armas sostuvo al gobierno ilegítimo. En ese trance, del lado menos acreditado, dejó la vida el progenitor de un chiquillo desde entonces signado por el drama original. Cargará con la historia. La llevará consigo en su extenso recorrido. Repetidas veces le harán notar que fueron los radicales quienes asesinaron a su padre. Él sin embargo se hizo radical.
Desgarradora y cercana, una muerte violenta es el primer recuerdo político de Sergio Alberto Montiel.
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Dos perlas adornan el curriculum vitae del abogado Atilio Dell’Oro Maini. En 1936, en su condición de funcionario municipal, promovió la construcción del Obelisco de Buenos Aires. Y veinte años después, en 1956, ya como simpatizante de la democracia cristiana, asumió como ministro de Educación de la denominada Revolución Libertadora. Pero antes, en 1931, como prometedor cuadro intelectual de la Iglesia Católica y habiendo sido miembro de la Asociación del Trabajo y director de la revista Criterio, ejercía como interventor federal en Corrientes. Para reemplazar a los gobernadores de la Constitución, el militar Uriburu se había inclinado preferentemente por civiles.
Fue el propio Dell’Oro Maini, en su carácter de gobernador de facto, quien en la mañana del 20 de julio de 1931 avisó al teniente coronel Montiel que estaba en marcha el levantamiento. El llamado telefónico, de carácter urgente, alertaba en torno de un movimiento que aparentemente tendría manifestaciones a lo largo y a lo ancho del país. Pomar, le advirtió, lideraba las acciones en Corrientes. Hasta allí había llegado para encabezar la conspiración: gozaba de una licencia que le habían concedido en su rol de comandante de la Tercera División con asiento en Paraná. Alegó la necesidad de ausentarse de sus labores debido a un problema de salud que padecía su suegro.
Instalado en su puesto de mando y al tanto de la novedad, Montiel ordena a un subordinado que rápidamente se lleve del lugar al más pequeño de sus hijos. Le exige que con premura alcance su residencia particular y se lo entregue a la madre. Circunstancialmente llevado ese día al cuartel, donde solía hacer buenas migas con un minúsculo caballito, el pequeño Sergio Alberto será el último de los hermanos que vea a su padre con vida. De inmediato el propio teniente coronel abandona con urgencia la sede del Regimiento 9 de Infantería (presumiblemente para cumplir con una diligencia en el exterior) y a su regreso, pocos minutos más tarde, pudo comprobar que los rebeldes ya controlaban la situación: a la entrada se le pretendió impedir el paso. Sin embargo, el jefe del cuartel pudo igualmente ingresar tras un escarceo menor. Al ser informado de la llegada de Montiel, Pomar se inquietó: sabía que el responsable de la unidad tenía un considerable ascendiente sobre la tropa y pensaba que, ya en el predio, estaría en condiciones de frustrar sus propósitos.
Decidió tomar el toro por las astas: detendría al jefe de ese cuartel situado a poca distancia del Paraná. Un minuto antes, en un santiamén, por no haberse plegado al motín, había aprehendido a dos tenientes, dos subtenientes y un veterinario. En tanto, ya de regreso en el regimiento, Montiel procuraba hacerse cargo de la situación. Alcanzó a dar una orden al sargento que estaba a cargo del Casino de Oficiales y por allí caminó en dirección a las oficinas que, en virtud de su rango, ocupaba en la Mayoría. Su aparición fue advertida por Pomar, que al verlo ordenó con energía: “¡Dos oficiales conmigo!”. Los subordinados que presurosos corrieron a asistirlo eran el teniente primero Julio Villafañe y el teniente Hugo de Rosa.
Un instante después Pomar alcanzó a Montiel, que ya había ingresado a su oficina, y se escuchó el siguiente diálogo.
–El regimiento está sublevado –advirtió el teniente coronel rebelde.
–¡Eso no puede ser! –replicó el teniente coronel leal.
–El regimiento se ha sublevado y yo me hice cargo –insistió Pomar.
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Para alcanzar su despacho el jefe del Regimiento 9 de Infantería había debido recorrer el Casino de Oficiales y atravesar luego el pequeño Cuarto de Banderas, el sitio de los cuarteles donde se veneran los símbolos patrios. Una pequeña puerta unía la diminuta salita al comando de la unidad. Allí, en su oficina de trabajo, tras el precipitado arribo, enfrentaba Montiel a un desafiante Pomar. Ambos se hallaban de pie. En realidad, el jefe de la sublevación no terminaba de acceder al espacio del otro. Permanecía junto a la puerta misma del recinto.
Un poco más atrás, los dos testigos observaban la escena desde el ingreso a la habitación contigua. Tenían a Pomar de espaldas y a Montiel de frente. Según la coincidente declaración de Villafañe y De Rosa, luego de negar airadamente que el regimiento se hubiera declarado en rebeldía, Montiel lanzó un golpe de puño que alcanzó a Pomar a la altura del hombro izquierdo. El jefe de los rebeldes acusó el impacto, retrocedió algunos pasos trastabillando y fue a dar de espaldas contra una vitrina ubicada en el Cuarto de Banderas. El golpe le produjo una herida cortante en una de sus manos.
La tragedia estaba en curso. Afirman los testigos que, con Pomar en el suelo, el teniente coronel Montiel se adelantó y llevó su mano derecha a la cartuchera con la intención de extraer un arma. En ese momento se escuchó la detonación. Luego de desenfundar un revólver calibre 38, desde el piso y a unos pocos metros de distancia, Pomar había disparado contra su camarada. El teniente coronel Montiel se desplomó pesadamente hacia adelante, herido de muerte. Su rostro manaba sangre por el lado derecho.
Así lo narró De Rosa, que se hallaba solo a dos metros del sitio donde cayó el cuerpo sin vida, durante el relato que efectuó 19 meses después, en febrero de 1933, en la investigación de rigor. En el sumario se afirma que, reincorporándose, Pomar pidió asistencia médica para su camarada herido. No eran las 11 de la mañana. El levantamiento de Corrientes se había cobrado una víctima fatal.
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Los simpatizantes del movimiento revolucionario de julio de 1931 defendieron en todo momento el comportamiento del teniente coronel Pomar. Desmintieron que el jefe de la sublevación, que debió partir luego a un exilio que se extendería por una década, hubiera ultimado a su camarada de manera alevosa. Negaron toda vez que pudieron la versión de los hechos según la cual Montiel había sido asesinado por la espalda, una acción evidentemente imperdonable para las pautas del honor militar.
Más: consideraron que la especie era una verdadera calumnia. Se apoyaban en los documentos que integran el sumario militar y en las actuaciones de la Justicia Federal. Los dictámenes de los forenses afirmaron que correspondía a la trayectoria de salida y no a la de entrada la marca de bala que presentaba en la nuca el cuerpo del teniente coronel Montiel. El primer informe lleva la firma de los doctores Máximo Dramazaigus, Juan Torrent, Antonio Maróttoli y Alberto Uniña.
Consigna la pericia que el proyectil ingresó por “la región maseterina derecha” y que el orificio que produjo, de siete milímetros de diámetro, estaba circundado por un tatuaje circular de pólvora de regular tamaño. Los profesionales localizaron el impacto a un centímetro del lóbulo de la oreja derecha, a tres centímetros del trago (por debajo) y a catorce centímetros del surco mentoniano.
A la vez, informaron que la marca de salida se encontraba “en el ángulo superior izquierdo de la región izquierda de la nuca”. La zona presentaba un orificio de bordes desgarrados y de un centímetro de diámetro. El impacto se dejaba ver a siete centímetros del lóbulo de la oreja, a cuatro centímetros del vértice de la apófisis mastoidea, a veinte centímetros del mentón y a veintidós centímetros de la punta de la nariz. En su recorrido, el proyectil había interesado órganos vitales causando la muerte del uniformado.
El juez federal Amado Sosa, por su lado, solicitó informes adicionales. Los profesionales médicos a quienes se les encomendó la tarea indicaron que el proyectil había ingresado al cráneo por delante y por debajo de la oreja derecha. El orificio de salida estaba situado arriba y detrás de la oreja izquierda. O sea que, según el dictamen, la bala efectuó un recorrido de adelante hacia atrás y de abajo hacia arriba. Los peritos balísticos, en tanto, corroboraron que el arma empleada había sido un calibre 38.
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A menos de una semana de la muerte de su camarada y del fracaso del levantamiento, y ya habiendo sido dado de baja, Pomar efectuó desde Humaitá, en Paraguay, una declaración que remitió al instructor militar que investigaba los sucesos. Fechado el 25 de julio y dirigido al coronel Julio Costa, el texto contiene el descargo del militar rebelde respecto de los acontecimientos correntinos y particularmente del crimen del responsable del Regimiento de Infantería 9, de quien se consideraba un “amigo íntimo”.
En línea con el testimonio de De Rosa, y tras referirse a los arrestos que había impuesto a los oficiales que no se plegaban al movimiento, Pomar contó que el teniente coronel Montiel, al presentarse como jefe de la unidad y escuchar de su boca que el regimiento se había sublevado, le propinó una trompada. Luego, conforme el relato, su camarada había desenfundado el revólver. Prosigue entonces: “Al verme en esta situación, caído sobre una ventana donde al romperse el vidrio me cortara dos dedos, y amenazado de muerte, saqué mi revólver y desde esa situación tiré con las consecuencias fatales que soy el primero en deplorar pues la víctima no solo era un distinguido jefe sino amigo íntimo”, se lamenta.
“Pero de mi actitud y (de) la de él dependía el éxito o (el) fracaso de la empresa y un número mayor de víctimas, pues el regimiento ya estaba sublevado y listo para salir y nadie lo detendría”, justificó Pomar su determinación. Apuntaló su versión consignando que podría ser refrendada no solo por el teniente primero Villafañe, testigo del incidente, sino también por los resultados de la autopsia y de la pericia balística que eventualmente reconstruyera la dirección del letal proyectil.
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Según el historiador militar Juan Orona, hay una única versión fidedigna de los hechos que desembocaron en el deceso del jefe de Regimiento 9 de Infantería. Es, asevera, la que poco después del incidente brindó uno de los testigos presenciales, el teniente primero Villafañe, al teniente Otto Lancelle. Ese primer relato no difiere demasiado de las declaraciones que los testigos fueron ofreciendo en las semanas posteriores. Excepto por un detalle.
En ese testimonio, efectuado el mismo 20 de julio por la tarde, Villafañe no hace mención alguna al supuesto intento del teniente coronel Montiel de desenfundar su arma cuando Pomar, luego de trastabillar, fue a dar contra la vitrina que lo lastimó. Lo que afirma Villafañe es que, después de golpear a su camarada, el jefe de la unidad intentaba abandonar la habitación cuando el líder del movimiento “sacó de su bolsillo un revólver y le descerrajó un tiro en la cabeza”.
Tres días después, el 23 de julio, mientras la madre del teniente coronel Montiel averiguaba en el Ministerio de Guerra el destino que se les daría a los restos de su hijo, el general Luis Bruce, que se había hecho cargo de la Tercera División del Ejército, se enteraba de lo que en ese primer testimonio había relatado el testigo Villafañe. Sus palabras permitían reconstruir el diálogo que se produjo en el Cuarto de Banderas cuando el cuerpo del jefe militar yacía todavía en el lugar.
–No había necesidad de llegar a este extremo –dice Villafañe que le dijo a Pomar.
–No había otra cosa que hacer –dice Villafañe que le respondió Pomar.
Según Orona, la reacción del militar yrigoyenista había sido, en efecto, desproporcionada. Para controlar la situación hubiera sido suficiente, opina, que Pomar impartiera la orden de detener al jefe de la unidad como antes lo había hecho con otros oficiales. “Y en el caso de que (Montiel) se hubiera resistido, disponía de hombres de más como para desarmarlo y reducirlo”, enfatiza. Por otra parte, Orona considera inverosímil que Montiel hubiera respondido con un puñetazo a la noticia de que su cuartel se había sublevado. No es a las trompadas, subraya, como los militares resuelven sus diferencias.
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El deceso del militar constituyó un duro golpe para Cándida y sus hijos. Ya en Paraná, radicados nuevamente en Entre Ríos, casi todos los días los pequeños acompañaban a su madre hasta el cementerio. Primero, desde la casona de Avenida Rivadavia (arteria más adelante denominada Alameda de la Federación), enfrente de la Escuela del Centenario. Luego, desde la propiedad familiar de calle Laprida, destino de una mudanza posterior. La escena formaba parte del paisaje: la madre, de negro, llevando flores y rodeada de hijos que con ella peregrinaban hasta la tumba del progenitor muerto.
Los cuidados familiares fueron claves en la contención afectiva de los hermanos Montiel Forzano. Sergio, el menor, fue depositario de una especial atención por parte de sus tíos. Dos de ellos, León Uranga y Víctor Forzano, se encargaban de distraer al niño llevándolo a jugar al Parque Urquiza, un espacio público situado a pocas cuadras de su vivienda. Pero fue sobre todo la nueva jefa del hogar, la viuda Cándida, quien se cargó al hombro la adversidad.
Dueña de una personalidad decidida, no se arredró frente a la nueva realidad. Dignamente mantuvo a la prole con la pensión de 1.066 pesos que el Poder Ejecutivo le otorgó en octubre de 1931. Mucho tiempo después, durante un agasajo familiar, un Montiel que incursionaba poco en temas de su vida íntima reconocería el rol jugado por aquella mujer protectora. “Fue mi madre y fue mi padre”, se confesó al evocar las consecuencias de la tragedia correntina. Ya mayor, adoptando una decisión difícil para su historia personal, pero también controvertida por las diferentes posiciones políticas de sus hijos, doña Cándida se afilió a la UCR. El menor de los Montiel se conmovió ante la actitud de la madre.
Ya adultos, los descendientes del teniente coronel Montiel experimentaron la necesidad de conocer más acabadamente los pormenores del hecho trágico. No les bastaban las explicaciones familiares y las narraciones orales. Los varones fueron los más inquietos. Además de las cuestiones de la sangre, influían en los dos militares la profesión heredada y en el dirigente político la preocupación por un suceso que evidentemente arrastraba connotaciones institucionales y partidarias.
La muerte del teniente coronel Montiel supuso siempre para su hijo Sergio un serio problema de orden moral. Los buenos oficios de Lino, su hermano general, le permitieron en los años setenta acceder a una parte de la investigación sumaria. La lectura de las actuaciones les permitió, al militar y al abogado, formarse una acabada composición de lugar acerca del incidente. Incluso concurrieron personalmente al regimiento a inspeccionar el escenario de la tragedia. Ambos quedaron sorprendidos por las reducidas dimensiones del sitio donde había ocurrido todo. Fue una experiencia personal extremadamente dolorosa.
Evaluaron los antecedentes, desmenuzaron las declaraciones, analizaron la autopsia. Reconstruyeron paso a paso la secuencia final. Y tras leer el expediente los Montiel se reafirmaron en su creencia original: el proceder de Pomar había sido cobarde. La trayectoria de la bala, entendían, corroboraba la versión de que el jefe de la unidad había sido muerto por la espalda. O, por lo menos, cosa muy parecida. El ángulo del disparo permitía inferirlo, según concluyeron. El teniente coronel Montiel había sido ultimado a traición.
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Décadas más tarde, las circunstancias del deceso del militar Montiel seguían siendo todavía materia de controversia. Tanto que, incluso, recobró peso la débil hipótesis de que todo lo sucedido no había sido sino producto de una desgraciada circunstancia: a Pomar se le había disparado accidentalmente el arma. En todo caso, las menciones al incidente generaban aún cierta irritabilidad, sobre todo entre los descendientes de sus protagonistas. Lo que por entonces estaba en juego era la interpretación de los hechos y la imagen que de los militares involucrados recogería finalmente la historia.
Dos días después del frustrado levantamiento, ya repuesto en su cargo, el interventor Dell’Oro Maini había firmado un decreto de homenaje al oficial fallecido. El texto repudiaba su “bárbaro asesinato” y ordenaba fundir una placa de bronce que debía ser colocada en la habitación donde se desencadenó el drama. La leyenda rezaba: “En su puesto y por cumplir con su deber cayó asesinado un gran jefe y un varón dignísimo, el teniente coronel Lino Montiel”. Así se hizo.
Pero la redacción suponía una versión de los hechos que dejaba mal parados a los responsables del alzamiento, que por ello se preocuparon en impulsar una corrección. Las autoridades militares de 1967 examinaron la cuestión y autorizaron el cambio. Una nueva placa reemplazó las palabras “cayó asesinado” por la expresión “fue muerto”. La fórmula, más ambigua, dejaba a salvo el proceder de Pomar.
Luego, ya en los años ochenta, durante la dictadura militar, al momento de asumir como director ejecutivo del Ente Binacional Yacyretá, el general retirado Lino Montiel Forzano formuló declaraciones periodísticas en las que evocó el doloroso paso de su familia por la provincia de Corrientes. Recordó concretamente el levantamiento del 20 de julio de 1931. El hijo del teniente coronel Montiel manifestó entonces que su padre había sido “asesinado por la espalda”.
La contestación llegó dos días más tarde. Jorge Raúl Ezcurra, uno de los autores del libro que reconstruye el alzamiento de Pomar, procedió a desmentirlo esgrimiendo las constancias del sumario. Descendiente de uno de los militares que había participado de la rebelión, Ezcurra afirmó que en realidad el teniente coronel Montiel había muerto “defendiendo sus ideales empuñando su pistola reglamentaria”. Añadió que los dichos de Montiel Forzano carecían de veracidad. Agregaba el texto: “Por profundo amor filial o por desconocimiento de las actuaciones militares, ha caído en un error respecto a la forma en que encuentra la muerte su padre”.
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La orientación radical del levantamiento de Pomar está fuera de toda discusión histórica. El episodio se inscribe en una serie de acciones mediante las cuales el yrigoyenismo exteriorizó su resistencia a la dictadura inaugurada en septiembre de 1930. Las promovían efectivos que se reconocían como “legalistas” o “imparciales”. En diciembre, es decir tres meses después del golpe, se frustra en Córdoba un alzamiento cívico-militar alentado desde la UCR. En febrero del año siguiente el gobierno nacional debe sofocar una rebelión similar encabezada por el general Severo Toranzo Montero. Lejos estaba el general Uriburu de poder estabilizar la situación política.
Unos cuantos elementos que obran en el expediente sustanciado en las semanas posteriores al levantamiento de Pomar corroboran las simpatías radicales de sus promotores. El instructor militar recalca especialmente la activa participación de civiles de notorio encuadramiento en la UCR, como el caudillo Secundino Ponce de León, y las vivas al radicalismo y a Yrigoyen que lanzaban al aire los vecinos que se apresuraron a celebrar en las calles cuando la insurrección parecía victoriosa. Es más: con armas que tomaron de un depósito de la guarnición militar, un grupo de civiles que seguía a Ponce de León se acantonó, dispuesto a combatir, en el edificio de la Escuela Centenario.
Por eso enfatiza el coronel Costa: “Si bien la base (de la rebelión) eran algunas unidades del ejército, estas debían de ser reforzadas de inmediato por elementos civiles de filiación radical personalista sacados directa o indirectamente de los comités de este partido y en lo que intervinieron los miembros principales de esta agrupación política, que en todos los casos y localidades tuvieron conocimiento con antelación del estallido del movimiento”. Los documentos debilitan la interpretación de todos quienes, desde diferentes perspectivas, relativizan el origen radical de la rebelión.
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En abril de 1931, además, había ocurrido algo particularmente significativo: la fórmula radical encabezada por Honorio Pueyrredón se alzó inesperadamente con la victoria en las elecciones convocadas en la provincia de Buenos Aires. Sorprendido, el gobierno militar reaccionó anulando los comicios. Pero en cualquier caso, y contrariando las aspiraciones de Uriburu, que pretendía fundar un régimen de carácter corporativo, el radicalismo daba señales de vida. Aunque viejo y enfermo, el destituido Yrigoyen, detenido por entonces en la Isla Martín García, seguía siendo un espectro amenazante.
En ese contexto, el general Agustín Pedro Justo, que en la década anterior había sido ministro del mandatario radical Marcelo Torcuato de Alvear, jugaba sus ambiciones presidenciales nucleando tras de sí a los sectores conservadores. Pretendía erigirse como el sucesor natural de Uriburu. Y aunque ya se había distanciado de la UCR, mantenía con los militares yrigoyenistas una suerte de alianza táctica. Hábil, jugaba a varias puntas: los levantamientos castrenses le venían de perillas para presionar al Presidente. Justo exigía un llamado a elecciones y que Uriburu lo bendijera como el candidato oficial.
En efecto, el exministro de Guerra entró en conversaciones con quienes planeaban el levantamiento de julio. Se especuló incluso con que estaría al frente de las acciones. Pero en determinado momento, satisfechas por otras vías sus necesidades políticas, tomó distancia de la conspiración. Sin embargo, aquella participación inicial de Justo, que meses más tarde con la UCR proscripta se impondría en las elecciones presidenciales, fue siempre traída a colación por quienes preferían dudar del carácter radical del levantamiento de Pomar.
Es la interpretación que los Montiel, y sobre todo Sergio, adoptarán como buena con el correr de los años.
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Nacido en Tandil, provincia de Buenos Aires, y aficionado al tiro al blanco, el militar Lino Hilario Montiel prestaba escasa atención a la política. Simpatizaba con los radicales pero, imbuido de una concepción profesionalista, se mantenía al margen de cualquier intervención partidaria activa. Los recuerdos familiares registran incluso una llamativa actitud: ordenaba cerrar las puertas y las ventanas de su hogar cuando algún tipo de manifestación partidaria o acto político tenía lugar en las inmediaciones. Llevaba al extremo su opción prescindente.
Había iniciado su vínculo con las armas como soldado raso. Recién más tarde, llevado por la vocación, estudió en el Colegio Militar de la Nación. Durante el gobierno de Yrigoyen, en medio de los tumultuosos años de La Forestal, se le encomendaron misiones en el norte de Santa Fe. Más adelante, como mayor del ejército, le tocaría llevar hasta la localidad entrerriana de San Gustavo, donde residía la familia, el reconocimiento póstumo del gobierno nacional al conscripto Anacleto Bernardi por su heroico comportamiento de 1927 en el naufragio del buque italiano Principessa Mafalda frente a las costas de Brasil.
Antes, mientras daba sus primeros pasos en el ejército, Montiel había trabado cierta relación con un oficial llamado a desencadenar un giro decisivo en la política argentina: Juan Domingo Perón. No es que Montiel y Perón hayan sido amigos íntimos, o un solo corazón, pero compartieron sí momentos de esparcimiento. En efecto, junto a otros camaradas, en abril de 1916 el oficial Perón publicó en el paranaense diario La Acción una participación del casamiento de Montiel con Cándida Rosa Forzano. También concurrió a una comida que tuvo lugar en el casino del Regimiento 12 de Infantería y que cumplió las veces de despedida de soltero.
Al día siguiente, ya en la ceremonia de casamiento del por entonces teniente Montiel, Perón protagonizó un gesto de galantería: ágil, moviéndose entre las piernas de los invitados, rescató del suelo un anillo que había saltado de los dedos de su joven acompañante. Ella era Magdalena Sztyrle, quien más tarde se convertiría en la esposa del coronel Enrique González, un buen amigo del general. González narró la anécdota a Enrique Pavón Pereyra, biógrafo del tres veces Presidente de la República.
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La familia del oficial ultimado en Corrientes asumió la tragedia como el inevitable resultado del comportamiento que todo militar apegado a la disciplina debía mostrar en una circunstancia de ese tipo: en tanto jefe de la unidad alzada, el teniente coronel no podía sino defender su regimiento. En esa línea, pese a la posterior actuación pública de Pomar como dirigente de la UCR, el abogado Montiel prefirió siempre la versión que adjudicaba el alzamiento correntino a las intrigas del general Justo.
Hacía notar, por ejemplo, que en la declaración que efectúa desde Paraguay, ya en su exilio, Pomar no alude expresamente a la naturaleza yrigoyenista del levantamiento. Montiel también se detuvo especialmente en los párrafos que a la sublevación dedican en sus textos historiadores como Félix Luna y Gabriel del Mazo. Por lo demás, la reincorporación de Pomar al ejército, dispuesta ya en los años cuarenta, era otro elemento que según la familia desmentía las preferencias radicales de Pomar.
No se limitó Montiel a una pasiva tarea de recopilación de datos llamada a modificar la frialdad que entre los radicales podía suscitar un militar enemigo del yrigoyenismo. Adoptó algunas actitudes concretas en las que combinó su doble condición de dirigente de la UCR e hijo del fallecido. Anoticiado alguna vez de un homenaje que Arturo Illia rendiría al teniente coronel Pomar, Montiel le hizo llegar su interpretación del episodio de 1931. Y finalmente, durante el acto, Illia no solo exaltó la memoria de Pomar sino que también dedicó algunas palabras a quien había sido su víctima en los hechos del Regimiento 9 de Infantería.
(Más información en la edición gráfica de la revista ANALISIS, edición 1165, del día 30 de octubre de 2025)


