Crónicas de la guerra II: Las estaciones del adiós

La Estación Central de Varsovia, Polonia, se convirtió en un centro de recepción y distribución de refugiados ucranianos.

Por Gabriel Michi (*)

El drama de los refugiados ucranianos se corporiza en los andenes de los trenes, convertidos en centros de acogida y distribución de quienes escapan de los bombardeos rusos. Ya sea en la terminal de Lviv (Ucrania) o en Varsovia o Cracovia (Polonia) miles de mujeres con niños exponen una de las postales más desgarradoras de la guerra. Un relato en primera persona.

La Estación Central de Varsovia, Polonia, se convirtió en un centro de recepción y distribución de refugiados ucranianos.

En tiempos "normales" esas estaciones de trenes son sólo un lugar de tránsito. De personas que van y vienen con sus urgencias cotidianas a cuesta. Hoy la postal es diferente. Miles de refugiados llegados desde Ucrania que escapan de los bombardeos rusos copan los andenes. Y, en particular, las estaciones centrales o terminales. Ya sea en Varsovia o Cracovia, en Polonia. Ya sea en Lviv, la última gran ciudad de Ucrania que despide a sus ciudadanos que huyen de los ataques. Más allá de que cada historia encierra sus propias páginas y ribetes, hay comunes denominadores: el miedo, el dolor y el desgarro. Sólo en tres semanas de guerra ya han abandonado el país más de 3,5 millones de ucranianos. Gran parte de ellos lo hicieron a bordo de los trenes. Y, en cada momento, uno se topa con esas vidas truncadas, con esas historias de familias desmembradas donde los hombres quedan atrás para combatir y las mujeres y niños huyen.

El mapa polaco con la distribución de refugiados.

Cuando llegué a Varsovia, la capital polaca, como enviado especial del canal de noticias argentino C5N, al rato de desembarcar escuche el sonido ensordecedor de sirenas que se extendían en el tiempo. Con la curiosidad que siempre caracteriza a los periodistas, fui a ver de qué se trataba. Llegué hasta el viejo edificio del Congreso de Polonia (hoy convertido en un centro de convenciones y comercial) y me topé con un megaoperativo con camionetas de la Policía, ambulancias y micros. Indagué y me comentaron que estaban por llevar a muchos refugiados ucranianos (que habían escapado de los bombardeos rusos) hacia distintos centros de acogida. En realidad no eran sólo ucranianos. Había muchos ciudadanos de otros países que habían llegado a Ucrania como refugiados de otros lugares y que ahora eran doblemente refugiados. Eran hombres que paradójicamente su vulnerable condición de inmigrantes les había salvado la vida y había sido el salvoconducto para salir de Ucrania, a diferencia de aquellos ucranianos del mismo género que, si tienen entre 18 y 60 años, se les prohibió la salida de su país para estar alistados y tomar las armas.

El resto eran familias integradas exclusivamente por mujeres, algunas con sus niños, que esperaban el momento en que los vehículos los lleven hacia su nueva morada. El miedo se había convertido en dolor, por el destierro y por los que quedaron. Svetlana, una joven ucraniana que vive hace años en España y que había viajado a visitar a su familia el 23 de febrero, justo el día anterior al inicio de los bombardeos rusos, se quebró al contarme su experiencia: "Empezaron a tirar bombas porque querían destruir bases militares bajo tierra. Escuchamos las bombas (a 20 kilómetros) pero no vimos nada destruido". La joven también contó lo que vio en su fuga hacia la frontera y una vez que la pudo cruzar, junto con otros miles de refugiados. Entre llantos me dijo: "Vimos mucha pena, porque mucha gente tiene que dejar su país. Yo tengo hijos y me duele porque esos niños debieron separarse de sus padres. Es doloroso".

Frente a ese lugar donde se daba el operativo de distribución de los refugiados se vivía una situación aún mas masivamente dramática. En la Estación Central de Varsovia, cientos de personas buscaban un ticket para ir hacia algún otro punto de Polonia o de la Unión Europea. Atrás quedaban sus hogares, sus historias y sus afectos. Así me lo dijo Anna, una mujer que con sus tres pequeños hijos había escapado de Ternópolis, una ciudad ubicada en el centro-oeste de Ucrania y donde los bombardeos rusos se acercaron peligrosamente. En ese lugar había quedado su marido, listo para combatir en caso de ser necesario. Es una de las miles de historias que uno se puede encontrar en la Estación Central de la capital polaca. Y que buscan un nuevo destino en algún otro sitio.

La otra cara de esta tragedia es la enorme cantidad de voluntarios de organizaciones de la sociedad civil que se asientan en cada centro de recepción de refugiados. Y en la Estación Central, ese escenario de dolor y solidaridad se conjugan en cada rincón. Mientras miles de familias buscan un lugar para la larga espera antes de subirse a algún tren, los voluntarios les entregan alimentos, bebidas, abrigo, juguetes o lo que hayan podido recolectar gracias a las donaciones de ciudadanos anónimos de toda Europa. Y mucho afecto. Y contención. Hasta hay un puestito de una empresa de telefonía que les regala chips polacos a esas familias para que se puedan comunicar con aquellos seres queridos que quedaron del otro lado de la frontera, en la castigada Ucrania, en medio de los misiles que caen..

Pero la situación que se vive en los andenes de la principal estación de Polonia no es única. Se repite, en mayor o en menor medida, en cada parada del circuito ferroviario. Con el camarógrafo Leo Da Re, cubriendo para C5N, encontramos la misma realidad de Varsovia en otra gran ciudad como Cracovia o en otras más pequeñas como Lublin. En todas, el mismo cuadro. Historias de desgarro. De dolor. De ausencias. De miedo. De llantos. Cracovia, la tierra nativa de Karol Józef Wojtyła, el Papa Juan Pablo II, se convirtió en los últimos días en un centro de recepción de refugiados aún mayor que la propia capital polaca. Familias con sus perros y gatos que llegan con esa desesperación buscando un destino más seguro que el que les deparaba su propio hogar, y que se encontraron con que esa solidaridad de los locales se expresaba también en alimentos donados para sus mascotas en plena terminal.

En Lublin, una ciudad ubicada a apenas 90 kilómetros de la frontera con Ucrania, no quedan lugares en los hoteles. Ni tampoco ya en los refugios. Ni en las casas de los vecinos que abrieron sus puertas para acoger a los emigrados forzosos del país vecino. Por eso, una pequeña sala de la estación se convirtió en un centro para darles cobijo. Decenas de mujeres con sus hijos duermen allí, abrigados por las frazadas que le acercaron los voluntarios y el personal municipal y nacional. En un rincón, debajo de una escalera, se armó un pequeño pelotero donde los niños intentan soñar un presente que los aleje de aquellas pesadillas que se hicieron realidad mientras escapaban de las bombas.

Pero, sin duda, la postal más terrible y abrumadora de estas estaciones convertidas en la última esperanza para huir de un destino de horror, está en aquellos andenes ucranianos. Por ejemplo, en Lviv, la ciudad de 720.000 habitantes, ubicada al Oeste de Ucrania que se transformó a la fuerza en la última morada para cientos de miles de personas, antes de dejar el país. Leópolis, como también se la conoce, está saturada de personas que debieron abandonar sus hogares en el Este, Sur y Norte del país, donde los rusos no cesan en sus ataques. Allí pudimos registrar las consecuencias de la guerra: cada día más de 60.000 ucranianos llegan a esta ciudad, ya sea para quedarse o para seguir camino hacia otra nación. Y, de nuevo, la Estación de trenes es el centro gravitacional que evidencia esa verdadera crisis humanitaria sin precedentes en esta zona desde la Segunda Guerra Mundial.

El día que llegamos allí la cola infinita que se extendía por fuera del edificio, se metía en el mismo y se extendía en su interior, incluso en los pasillos subterráneos que unen los andenes. Como un retrato extraído de una película el cuadro se completaba con un generoso músico alemán, Davide Martello, que había llegado hasta allí con su piano de cola móvil para tratar de hacer menos dolorosas esas partidas. Mientras sonaba "Here comes the sun" (de The Beatles) u otra canción de un sentido repertorio se reproducían los abrazos de familias que se despedían entre llantos, los niños que se aferraban al único juguete que pudieron rescatar en su huida y las manos generosas que les acercaban alguna comida caliente en medio de las temperaturas bajo cero.

Una cadena humana bajaba las cajas de donaciones desde un camión y en un pasamanos interminable hacía que llegue hasta el andén para que algún tren lo lleve a los más necesitados. Las carpas humanitarias atendían dolencias de salud, daban abrigo o servían de comedores para los que alcanzaban la Estación Central, hambrientos y sedientos, además de muertos de frío. Otras tomaban nota de los datos de las familias, estudiaba posibilidades de destino, les consultaba sobre la posibilidad de tener algún conocido en otro lugar que les podría dar albergue y les trazaba un potencial plan para su nueva (y forzosa) vida. Como telón de fondo, la desesperación por conseguir un lugar en los desbordados trenes. Una pulsión que chocaba con el dolor del abandono. Los gritos cuando alguien se quedaba abajo. Los golpes en las puertas de las formaciones que se van sin ellos. La miradas perdidas de adultos y niños en los vidrios empañados de las ventanillas. Postales del desgarro. Del dolor. Del destierro. En esas estaciones convertidas en la última esperanza. En el último refugio.

 

(*) Publicado en Mundonews.com.ar

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