Eficiencia y equidad ¿nuevo paradigma?

Por Sergio Dellepiane (*)

No cabe ninguna duda. El desempeño de la economía argentina ha sido notablemente defectuoso durante, al menos, el último medio siglo. Desde principios de la década de 1970 la imposibilidad de establecer un patrón de desarrollo y, sobre todo, de sostenerlo en el tiempo, nos ha conducido irremediablemente a  atravesar diversas crisis de modo recurrente, cuyo efecto más notable ha sido poseer un PBI por debajo de los niveles obtenidos por países comparables con el nuestro. A eso debemos asociarle, con una alta dosis de vergüenza, un incremento alevoso de los niveles de pobreza e indigencia entre quienes habitan el suelo patrio, junto al deterioro masivo de bienes públicos -salud, educación, seguridad, justicia-, que bien podrían componer los hexágonos negros de nuestra “marca país”. El eslogan característico debería enmarcarse en letras de molde: “Pésima performance económica y elevada capacidad para producir daño social”.

Ríos de tinta se han consumido para dar cuenta de lo que unánimemente es considerado un fracaso colectivo pero que puede resumirse en las palabras de Carlos Nino (1943 – 1993) expresadas en 1992 en su libro “Un país al margen de la Ley”: Argentina una Nación “en pronunciadas vías de desarrollo”.

Más allá de las causas que pusieron en marcha esta dinámica perversa de deterioro social generalizado, cuando la misma se convierte en el modo de ser de la vida económica nacional, acaba determinando la conducta de los actores, tanto activos como pasivos, y moldeando la única vía posible de supervivencia: la búsqueda y consecución de la ventaja particular, individual o sectorial, siempre de corto plazo, a expensas de un mayor deterioro a futuro de las condiciones de vida del conjunto.

Se construye, consiente y establece un equilibrio inestable entre quienes depredan el ecosistema en el que viven y del que parasitan, aún a costas de aquellos a quienes dicen proteger.

En 1968, Garret Hardin (1915 – 2003) publicó su ensayo denominado “La Tragedia de los Bienes Comunes” donde describe con crudeza la situación en la cual el interés individual prevalece por sobre el interés de la comunidad provocando con su accionar desenfrenado y, por lo mismo, desmedido, el colapso de los recursos disponibles. Hardin utiliza el ejemplo de las tierras comunales en las que cada habitante de un pueblo puede llevar a pastar a un número determinado de animales. Sin embargo, los pastores notan que siempre queda una porción de pasto no consumido, por lo que, primero unos y luego los demás, comienzan a introducir en el espacio común un mayor número de animales. Naturalmente, en algún momento debido a la sobrecarga, el terreno destinado al pastoreo no puede satisfacer la demanda que se le ha impuesto y consecuentemente los animales perecen por falta de alimento en virtud del agotamiento del recurso común. Toda la comunidad se perjudica por no haber sabido, podido y/o querido cooperar.

La descripción precedente, acerca del modo en que una población actúa guiada por el interés de corto plazo, en ausencia de incentivos e instituciones que estimulen la cooperación y la complementariedad, debe servirnos de modelo para analizar el modo de funcionamiento de la sociedad argentina, al menos hasta el pasado reciente.

Las “tierras comunes” bien pueden representar los bienes administrados por el Estado, en todas sus jurisdicciones. La sobrecarga de animales en un terreno finito puede resumirse en la avidez de las personas por sobre exigir las posibilidades de asistencia de un Estado limitado en cuanto a existencias de recursos para atender necesidades reales y simuladas; más todavía cuando se fingen carencias, burlan normativas, abusan de privilegios, eximen de responsabilidades, subsidian consumos irresponsables, que restringen hasta casi el agotamiento, a las disponibilidades reales. Una inmensa cantidad de actividades que, funcionando con la misma lógica de los pastores, sobrecarga la limitada capacidad asistencial del Estado que, en última instancia, depende del aporte de todos.

Considerados individualmente, cada uno de los agentes económicos posee una buena razón para hacer lo que hace. Es obvio que toda persona intentará maximizar la propia utilidad de lo que es suyo y/o le corresponda del bien común. Sin embargo, este rasgo universal de la conducta individual contrasta con el hecho por el que, desde hace tiempo, el futuro próximo ha resultado peor que su pasado reciente y, por consiguiente, habilita a emplear la mejor y más racional respuesta: explotar impiadosamente el hoy para que el mañana no lo encuentre peor que el ayer.

Por los registros de la historia, podemos comprobar, sin lugar a dudas, que nuestro país ha resuelto del peor modo el clásico dilema entre eficiencia y equidad.

Los acuerdos destinados a alcanzar mayor eficiencia, aquellos que maximizan el producto total elaborado con los recursos disponibles, pueden entrar en tensión con los acuerdos destinados a lograr menores niveles de desigualdad entre los ingresos, los patrimonios y/o las oportunidades de los ciudadanos (lo que llamamos movilidad social ascendente).

Por lo visto, oído y vivido, la solución aplicada en Argentina, hasta el momento, ha sido deteriorar simultáneamente tanto la eficiencia como la equidad (Estadísticas que lo comprueban están al alcance de cualquiera). Hemos sabido construir una sociedad que se ha tornado menos productiva y menos justa.

La polarización, como falsa antinomia, entre lo absoluto del Estado y lo absoluto del Mercado ha fracasado tanto para introducir justicia como para generar prosperidad, fundamentalmente porque no hemos conseguido coordinar la acción colectiva de modo cooperativo. Siempre han predominado intereses sectoriales por sobre los de la comunidad.

El tránsito de los comportamientos extractivos y rentísticos hacia la cooperación es posiblemente el desafío más complejo que enfrentamos pues, como debe reconocerse, la racionalidad individual conduce a resultados colectivos irracionales.

Este tránsito ordenado sólo es posible a través del conjunto normativo diseñado por la comunidad política. La norma consensuada es la solución más sofisticada que se ha conseguido para resolver los dilemas de acción colectiva. Para que funcione, exige que la información circule del modo más dinámico y transparente posible. Que esté a disposición de todos “justo a tiempo”. La opacidad es hoy uno de nuestros mayores obstáculos a derribar y todo un desafío en cuanto a información pública, completa y veraz. (lo que se oculta, alguna mancha contiene).

En nuestro país, el efecto agregado de la sumatoria de acciones sectoriales egoístas ha sido la devastación del bien común. Detener el, largo y extenuante, ciclo de deterioro exige la armonización de las ideas con la acción consiguiente para establecer a la cooperación como forma predominante de las interacciones entre los diferentes agentes involucrados.

Tanto Estado como sea necesario y tanto Mercado como sea posible, aparece en el horizonte de la mediocridad institucionalizada como una idea superadora de mezquindades y antinomias que permitan vencer cooperativamente el fracaso colectivo nacional que nos depositó en la antesala del averno. De la que estamos intentando escapar una vez más.

Todo es posible, pues mientras hay vida, hay esperanza.

Tenemos que cambiar el paradigma.

“El éxito de la evolución de la especie humana ha dependido más de la cooperación que de la competencia” – Mahatma Gandhi (1869 – 1948).

(*) Profesor universitario.

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