Por Laura Pérez (*)
Tendría unos 7 años cuando lo observamos durmiendo en los bancos de la Plaza San Martín. Su desprotección nos conmovió profundamente. Era un niño muy pequeño que aparentaba tener menos edad, de acuerdo a las condiciones infrahumanas en las que vivía.
Sus progenitores nunca lo cuidaron; por lo tanto, no fue bien alimentado pese a que en Acción Social del Hospital “Fermín Salaberry” se le daba la leche en polvo y la ayuda alimentaria. Por eso él siempre regresaba allí, desnutrido, lleno de piojos y con erupciones cutáneas. La trabajadora social de aquel tiempo S.O., recuerda que nunca vio a su madre levantarlo en brazos o limpiándole los mocos; más bien lo arrastraba de un brazo como si fuera una bolsa.
Por eso, cuando pudo hacerlo y escapando de tanta hostilidad, empezó a frecuentar la Plaza a la que sentiría como su hogar. Pese a que algunas veces asistió a DINAD, nunca pudo aprender a leer ni a escribir. Aunque no pudimos conocer su diagnóstico, teniendo en cuenta la falta de nutrientes desde sus primeros meses de vida, su cerebro no se desarrolló normalmente y tal vez por eso presentaría ese retraso madurativo.
Cuando se animó, empezó a pedir: “¿Me da una moneda?” Y con esas monedas solía comprar unas empanadas a las que apenas mordisqueaba y las dejaba en cualquier parte.
Pronto nos dimos cuenta que ese pedido era más bien un: “¿Me prestas atención?”, “¿Me das un poco de cariño?”
El Copnaf, cuando estaba a cargo de Silvia Lazo, solía ocuparse de él. Iba a la sede y se bañaba, se cambiaba de ropa, y en cada fiesta patronal recordaba que llevaba los bolsillos llenos de monedas pero que, al cambiarse, solía dejarlas en cualquier parte, como si le restaba importancia.
Los años pasaron y con la adolescencia vinieron las “malas juntas” y empezó a consumir marihuana. No faltó la pandilla del “Paraíso Azul” en inmediaciones del cementerio, que lo mandaba a comprar sustancias y si no quería hacerlo lo quemaban con cigarrillo o lo golpeaban. También lo hacían cuando no quería entregar el dinero que le habían dado en sus reiterados pedidos en la Plaza o frente a la Basílica. Muchas veces terminó hospitalizado siendo atendido por alguna persona cercana a la Iglesia.
“Red por la Vida” y otras organizaciones, lo enviaron a diferentes centros de rehabilitación, dentro y fuera de la Provincia, pero él siempre se escapaba porque, habiendo crecido al libre albedrío, no conocía reglas, normas, y no se adecuaba a las medidas disciplinarias.
Vivió en la calle las últimas dos décadas. Hoy tiene 26 años. Y este invierno -julio de 2024- en medio de las intensas heladas, envuelto en cartones, bajo un techo de chapas en la exterminal de ómnibus, me llamó de madrugada:
- No aguanto más. Me quiero matar. Tengo hambre, frío. Tengo todas las piernas lastimadas, resecas, y se me pega la ropa porque me rasco y me lastimo. ¡Estoy peor que un animal!
Esa fue una de las tantas gotas que colmaron mi vaso, y en las primeras horas de mañana, llamé al fiscal Eduardo Guaita para ver qué podía hacer. De inmediato me recomendó que fuera a Defensoría (aunque ya lo había hecho un par de veces años atrás sin recibir respuesta) que lo llevara a él y solicitáramos una medida de protección inmediata dando cumplimiento a la Ley Nacional 27.130 de Prevención del Suicidio que establece que hay que sacar del medio de riesgo en el que se encuentra, a quien puede atentar contra su vida.
Frente a la empleada de Defensoría, Nico expuso su situación y su pedido de ayuda desesperado. “Hasta tengo elegido el árbol en el cual me voy a colgar, allá en el Arenal”, dijo.
Avalé, como voluntaria de Prevención del Suicidio, sus dichos, solicitando un tutor legal, una pensión por discapacidad, atención médica porque dijo que quería salir de las adicciones, una vivienda, ropa, alimentos…
Permaneció unos días en el hospital y luego fue trasladado a una habitación con una cama y colchón, y nada más. Desde Desarrollo Social le dijeron que el Centro Integral Comunitario le daría el almuerzo y que fuera a retirar alimentos a la sede. Yerba, arroz, fideo, aceite; pero Nico no tenía ni una olla para cocinar, menos aún una cocina para calentar agua, ni una taza para hacerse un té. El dueño de la habitación que le alquiló a la Municipalidad, dijo: “Vinieron, lo depositaron y lo abandonaron; se lo dije a Florencia B”. El hombre hasta le prestaba su baño y artículos de higiene personal, y de vez en cuando lo convidaba con algún mate, aunque esa no era su responsabilidad.
En medio de esto, Nico abandonó la atención psiquiátrica, y hasta llegó a decir que la profesional le había dicho que “podía consumir marihuana pero no cocaína”.
Ante este desolador panorama y falta de respuesta efectiva, en octubre pasado me dirigí a Defensoría de la Provincia, de donde respondieron que me acercara a Defensoría local para que junto con uno de los Defensores Oficiales, conformáramos una red de contención para Nico entre las voluntarias y la Iglesia, a lo que respondí:
-No le corresponde ni a las voluntarias ni a la Iglesia dar una solución radical a esta situación.
No pasó mucho tiempo y fue acusado de un delito contra la integridad de una menor; pero coincidentemente el día que habría cometido el hecho había estado mandándome mensajes desde las 17, pidiéndome un café con leche y un ‘carlitos’, lo que compartimos horas más tarde, hasta que me dijo: “¿No se ofende si la dejo? Quiero ir a misa, siempre voy”. Esa noche a la salida del templo, dos ‘hombres’ le dieron una paliza frente a la Municipalidad acusándolo de semejante delito.
La Policía actuó de inmediato, por disposición de la Fiscalía le quitaron el celular y lo dejaron aislado en una celda de donde luego lo trasladaron con “prisión domiciliaria” al lugar anterior.
Pero si no podía salir, ¿de qué viviría?, ¿qué comería? Porque con un almuerzo del CIC no se satisfacen sus necesidades básicas. Como no cumplió con la medida judicial porque se escapaba de noche en busca de alimentos, fue alojado en la Unidad Penal Nº 5 hasta que el pasado 7 de diciembre un móvil policial lo depositó frente a la casa de una voluntaria que sólo había dado su domicilio para alguna notificación.
Nuevamente me llamó desde el teléfono de un vecino:
-¿Qué hago? Otra vez estoy en la calle, y tengo hambre.
Por segunda vez le llamé al fiscal Guaita para que me asesorara, y dijo que hablaría con el fiscal de su causa, Iván Yedro. Pero más tarde este respondió que su situación no era de su incumbencia. El abogado defensor de Nico, A. Greco, también se excusó: “Yo sólo gestioné su libertad que le fue otorgada por falta de pruebas, no puedo hacer más nada”.
Como última medida, las voluntarias de Prevención del Suicidio, comenzaron a dar a conocer el caso a través de los medios de comunicación para ver si de esta manera, la ayuda y atención para Nico se efectivice de verdad.
Verónica G., co-conductora de un programa en FM 90, entendió como si su voz fuera la voz del pueblo, del ciudadano común: “Necesita un tutor legal, una pensión por discapacidad”, a lo que agregamos, y vivienda, y alimentos, y vestimenta, y seguimiento de sus tratamientos médicos y psiquiátricos. Porque la contención emocional y afectiva de parte de un sector de la sociedad y de las voluntarias, estaría asegurada.
(*) Coordinadora del Grupo de Voluntarios Prevención del Suicidio Victoria; Counselor; Directora del Mensual La Victoria.