Alberto Fernández y Sergio Massa redefinen sus objetivos

Contaba un jugador de fútbol que, alguna vez, un equipo de Carlos Bilardo perdía tres a cero en el primer tiempo. En los 15 minutos de vestuario, el director técnico campeón del mundo les pidió a sus jugadores que se dedicaran a que no les anoten más goles. Hubo algún defensor que le recriminó que si los contrarios habían hecho tres goles en la primera etapa ellos podían hacer la misma cantidad en el complemento. El entrenador, que miraba desde afuera, sabía que aquello era más bien una ilusión que una posibilidad realizable. Cerró el tema y pidió no ser goleados.

Algo de eso le ha pasado al Gobierno. Sus cartas están echadas y ya no hay posibilidades de barajar y dar de nuevo. La actual administración ya consumió tres cuartos de su gestión y no hay tiempo material para revertir gran parte de las variables económicas y políticas en las que la Argentina está inmersa. Los objetivos para lo que queda son módicos. Algo así como no recibir más goles.

El presidente Alberto Fernández y su principal ministro, el de Economía, Sergio Massa, han empezado a trazarse algunas pequeñas metas realizables en lo que queda de gestión; una modesta ambición como para transitar el último tiempo con un caramelo al final. Ácido, pero caramelo al fin.

El jefe de Estado piensa, apenas, en mantener las internas abiertas (PASO) como un aporte a sacarle poder de fuego al dedo decisor de su socia en esta cuarta administración kirchnerista. Demasiado poco como objetivo de Gobierno, pero apoteósico para un boletín de calificaciones tan bajo.

Massa, por su parte, sabe perfectamente que apenas podrá apostar por una mínima nota de aprobado. El ministro escucha a diario al más sincero de los integrantes del gabinete económico: Gabriel Rubinstein.

El economista tiene una característica particular, ya que es de los pocos que dice lo que piensa en público. Es de imaginar que esa particularidad será aún más cruda en privado. Allí las metas son también mínimas: bajas de un punto de inflación cada par de meses y evitar que la corrección cambiaria no la haga el mercado, sino el próximo Gobierno. Aguantar y que todo no sea peor que ahora. Pero eso de mejorar, parece lejano.

En la Casa Rosada ya no creen que se podrá remontar la caída en todos los indicadores con los que se mide la gestión. No hay excepción, las notas son reprobadas por donde se mire. Un ejemplo. El Índice de Confianza del Consumidor, que realiza el Centro de Investigación Financiera de la Universidad Torcuato Di Tella, reportó en octubre una caída de 4,1% con respecto al mes anterior. Si la comparación es interanual, la baja es de 11,3%, y si se pone un zoom en los subíndices que integran el indicador se aprecia que la situación personal cayó 1,2%; la situación macroeconómica se deterioró 6,4% y el número que mide la intención de los encuestados de comprar bienes durables e inmuebles se contrajo 4,6%, siempre con respecto al mes pasado.

Hay otro indicador que también muestra el desánimo. Se trata del Índice de Confianza en el Gobierno, también elaborado por la Escuela de Gobierno de la UTDT. “El indicador de octubre fue de 1,28 puntos, con un aumento de 4,2% respecto al mes de septiembre. En términos interanuales el índice tuvo una variación negativa de 16%. El nivel de confianza actual es 35% inferior al de la última medición del gobierno de Mauricio Macri (diciembre de 2019), y 45% menor al del primer mes completo del gobierno de Alberto Fernández (enero de 2020)”, resume el trabajo.

No son pocos quienes miran estos dos números. Sucede que los oficialismos han replicado en las elecciones humores que ese manifiestan en estos indicadores. Según esta lógica, el Frente de Todos no iría más allá de 25% de los votos.

Este paradigma de objetivos módicos gobierna la gran mayoría de las decisiones. El ministro de Economía planteó hace no tanto tiempo que iba a pedir un reporte mensual de cantidad de empleados del sector público. Sirvió para ganar titulares pero, desde entonces, nada ha cambiado en ningún estamento del Estado, ni en la administración central, ni en los entes autárquicos y mucho menos, en las sociedades públicas. Si lo que se intenta es empezar a corregir el gasto público mediante el gasto en personal, la iniciativa es apenas testimonial. Pero este Gobierno no puede trazarse a esta altura algo más que esto.

Lo mismo en el mundo de los subsidios. Se mire el transporte o la energía, dos destinos principalísimos, ya nada se podrá desacelerar. Apenas un aumento muy por debajo de la inflación como para poder cerrar las cuentas con un rojo menos fuerte. Pero nada cambiará estructuralmente.

“Tenemos que tener controles que funcionen bien. Por eso el mecanismo del SIRA, que es fuerte y es duro. Esto parece el Covid: el stress del sistema médico tiene que ver con el stress de manejar estos controles: unos elegían qué enfermos atender, acá se elige qué industria sostener. Se está trabajando para que funcione lo mejor posible, sabiendo que todo el mundo quiere dólares”, agregó hace pocos días en un seminario del Instituto Argentino de Ejecutivos de Finanzas (IAEF). Objetivos módicos en medio de una sociedad que no da más.

De regreso al Presidente, se han enterrado los sueños. “Alberto Fernández sabe que es prácticamente imposible que pueda ir por la reelección. Tampoco ser el gran elector de su sucesor. No tiene poder, pero es el presidente del Partido Justicialista. Desde ahí va por su aporte para que todas las fuerzas se midan y que cada uno demuestre cuánto tiene. No va a sacar las PASO”, se ilusiona un exfuncionario cercano a Fernández. También es lo posible. Apenas eso. Jamás pudo ponerle freno a La Cámpora. Ahora se ilusiona con su única jugada que incomoda a la agrupación que dirige Máximo Kirchner: que sea el voto partidario el que haga la faena que él ni siquiera intentó.

Por Diego Cabot - Publicado en La Nación

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