Claudio Cañete
En los últimos años la ciudad de Paraná ha cambiado su fisonomía. El negocio inmobiliario llevó a inversionistas, empresarios, propietarios y constructores a conformar un panorama que, por ser tan cotidiano, pasa inadvertido: la proliferación de edificios de departamentos en la zona del microcentro, centro y adyacencias de bulevares. Podría decirse que esto coloca a Paraná en un perfil más moderno -cercano a otras capitales de provincia, quizás-, pero muy cierto también es que va en detrimento de su propio pasado y memoria. La consecuencia de este desarrollo es la desaparición de importantes expresiones arquitectónicas de décadas pasadas o lugares que fueron significativos para la historia de la capital entrerriana. Y todo pasa a una velocidad alarmante.
Si uno camina por el microcentro y la zona céntrica de Paraná puede observar innumerables edificios de departamentos en construcción o recientemente inaugurados. La demanda de alquileres por parte de estudiantes o personas que buscan vivir más cerca de sus trabajos o lejos de las inseguridades de los barrios -entre otros factores- ha generado un fenómeno que está transformando la fisonomía de la ciudad.
La ecuación es simple: en donde antes había un caserón, ahora casi increíblemente en tan poco espacio entra un edificio de varios pisos -en algunos casos hasta con cochera-. Y de repente, ya nadie se acuerda de qué era lo que había antes en ese sitio. Algunas organizaciones dedicadas a difundir la preservación del patrimonio arquitectónico urbano detectaron que las situaciones más frecuentes por las que los antiguos propietarios del centro deciden vender sus casonas son: por fallecimiento (en este caso, tras la sucesión, sus herederos disponen del bien para una inversión), la compra de un inmueble más pequeño y confortable en otro lugar cercano y en menor porcentaje la emigración a flamantes countries de la zona sur o a un hábitat más natural como, por ejemplo, la localidad de Oro Verde.
Es cierto que no todas las construcciones tienen valor histórico, pero también es innegable que aquellas que lo son o que tienen un significado con relación al pasado han terminado en escombros y una alta lápida de diez pisos llenos de monoambientes.
En el caso de inmuebles públicos, tanto el Estado provincial como municipal tienen a mano herramientas como para evitar las demoliciones compulsivas. Pero igualmente se invierte poco en refacciones, restauraciones o una ocupación más adecuada a respetar la conservación. Como ejemplo vale observar la proliferación de aires acondicionados o intervenciones discrecionales en paredes dando lugar a aberturas que poco tienen que ver con la antigua estética. Es el caso de la Casa de Gobierno o el predio que ocupa el Consejo del Menor en la esquina de Corrientes y Uruguay, una construcción que data de fines del siglo XIX donde originariamente estaba el recordado Hotel Central, uno de los primeros hoteles considerados modernos de Paraná. En este sentido, también hay que anotar en la lista el deterioro evidente que sufre la fachada del Palacio Municipal, tanto en las paredes como su histórico portón de madera, que no sólo guarda un valor por su antigüedad y materialidad sino por los detalles de sus ornamentos: el rostro del hombre que aparece en relieve es nada más ni nada menos que Santos Domínguez y Benguria, el autor del escudo municipal y recordado intendente -por sus obras- de la segunda mitad del siglo XIX.
Pero cuando la propiedad es privada, poco se puede hacer desde lo público, precisamente, para evitar que el patrimonio urbano sea destruido en caso de que revista valor histórico. Solamente la decisión y el criterio de los propietarios con respecto a este tema podrá salvarla o no de las ventas y demoliciones. En un intento de incentivar al sector privado a la preservación de lo original, en gestiones municipales radicales recientes hubo estrategias para revertir este punto, mediante un concurso que fue abandonado por la actual administración: los frentistas de casas con valor arquitectónico hacían la puesta en valor del inmueble y la seleccionada era exceptuada de impuestos durante un año. Era a la vez un trabajo de concientización, pues cada inmueble ganador lucía después una placa que lo declaraba patrimonio de la ciudad, al igual que otros fuera de concurso pero que se sumaban a esta tarea de memoria urbana.
Aún así, esto tampoco sirvió. Las coyunturas socioeconómicas de la modernidad y los vaivenes personales de esos propietarios (lo que aquí no está en tela de juicio) hicieron que estos concursos fracasaran o se diluyeran.
Un ejemplo es la residencia de la familia Arcioni, en Avenida Rivadavia, que hace unos años ganó aquel concurso municipal. Sin embargo, razones particulares llevaron a la venta del inmueble. El resultado de esto es ahora el monumental edificio de varias plantas que todavía se está terminando de construir.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)