Ficción y la violencia machista: dos obras dialogan con los casos de agresión grupal

La escritora colombiana Maria del Mar Ramón (Foto: Daniel Dabove).

La escritora colombiana Maria del Mar Ramón (Foto: Daniel Dabove).

Por Milena Heinrich (*)

Con la ficción como posibilidad de pregunta y polifonía para acercarse a las fibras de las masculinidades o el registro poético que cataliza el dolor y la furia en una obra literaria, dos libros de reciente aparición, “La manada” de María del Mar Ramón y “Las armas” de Belén Zavallo, indagan desde lugares muy distintos, violencias que ejercen grupos de varones y que dejan marcas inenarrables: ¿Cómo conversa la literatura con prácticas aberrantes y cada vez más recurrentes? ¿Qué intersecciones puede iluminar la ficción para reflejar la realidad?

Mientras la realidad se tajea dolorosa con violencias que de tanto repetirse parecen construir una realidad dada de abusos, golpes y maltratos propulsados por un sistema opresor cifrado mayoritariamente en la condición de género, la violación grupal que ocurrió esta semana a plena luz del día en el barrio porteño de Palermo, como tantos otros abusos hacia mujeres, disidencias, infancias y también pares, reactiva la “emergencia de una estructura de fondo”, como señalaba hace unos días la antropóloga Rita Segato, en la que la masculinidad funciona como mandato, como “título que debe adquirirse, una fratría que tiene una estructura corporativa que lleva a una gran obediencia entre los hombres”.

Si así de compleja es la realidad histórica. ¿Cómo conversa la literatura con lo a priori incomprensible, con esta estructura? Dos primeras novelas, que fueron publicadas en los últimos meses, orillan en algunos de estos sentidos y funcionan como encuentros contrapuestos donde la violencia se hilvana en acciones grupales cometidas por varones pero también en otras violencias interseccionales en la vida de sus protagonistas: de clase, de pertenencia, del sistema jurídico, de familias. En “La manada” (Emecé), María del Mar Ramón construye una ficción que toma como punto de partida un ataque que llevan adelante un grupo de adolescentes contra otro muchacho, lo que termina en un desenlace trágico; en “Las armas” (agua viva), por el contrario, Belén Zavallo en una primera persona ficcional recorre las violencias a las que fue sometida como mujer y el dolor como madre cuando su hija es abusada por un grupo de varones.

Mientras Ramón busca acercarse a la alteridad que le representa la masculinidad desde las emociones para comprender la mirada o punto de vista de otros, Zavallo encuentra en las palabras, precisamente, la forma de armarse para gritar la furia de la violencia patriarcal y, quizá, curar algo del dolor. En ambas novelas, hay madres que sufren y protegen.

 


La autora de “La manada” vive en la Argentina desde 2012 (Foto Daniel Dabove).

“La manada”, de María del Mar Ramón

 

En ésta su primera novela, María del Mar Ramón (Bogotá, 1992; radicada en Argentina desde 2012) se corre del registro más íntimo, enunciativo y de ensayo que transitó en su libro “Coger y comer sin culpa. El placer es feminista”, para tomar la literatura en su dimensión más exploratoria: “Me interesó más un universo desde la observación, que expone y narra en vez de dar respuestas. Me gustaba poder apropiarnos de la ficción para pensar la realidad y las masculinidades”, dice a Télam sobre este libro en donde aborda las relaciones entre varones a partir de un episodio de violencia y despliega una polifonía de perspectivas para acceder a las sensibilidades detrás del cascarón.

Si bien este coro hace pie en distintos personajes, la novela se concentra en Hache, un adolescente que suele pasar desapercibido para la media y que va cambiando a lo largo de la historia a partir de sucesos que lo exceden y que involucran decisiones de su familia o se cruzan con experiencias de su universo de clase, sus silencios, lo que no dice y asume, y también un poco de azar, en la medida que el azar también posee su cuota de arbitrariedad.

“Me interesa ese universo más que por curiosidad política por una curiosidad del lenguaje: quería saber cómo se hablaban los hombres en situaciones como las que narra la novela porque estaba convencida de que no todos estaban de acuerdo en hacer daño y que solos nunca habrían hecho lo que hacen en grupo, pero a pesar de eso lo hacían y quería saber cómo se comunicaban. Cuál era el lenguaje que usaban para ese instante y por eso me interesó hacerlo desde la ficción, porque para mí la masculinidad representaba una forma de alteridad: no me interesa hablar de mi mundo sino ver el mundo de otras identidades y construir algo de esa complejidad sin ser un hombre, algo que una desde la ficción tiene muchísimo derecho”.

La palabra “manada”, como se titula la novela, estos días suscitó reflexiones sobre el lenguaje cuando muchos medios de comunicación usaron ese término para describir el abuso y de esta forma equiparar el comportamiento violento al de animales, quizá invisibilizando de este modo que se trata de una práctica cultural, por lo tanto, premeditada, elegida, consciente. Para Ramón, que escribe en diversos medios latinoamericanos como Latfem, Página/12 o el Grito del Sur, “la literalidad no siempre es imprescindible para pensar los problemas de la sociedad”. En su opinión, “desvalorizar la metáfora y todas las opciones del lenguaje no es funcional a pensar esas problemáticas sociales. Creo que por manada se entiende bastante bien que hablamos de varones y actúan de una manera, pero de cualquier forma a pesar de subvalorar la metáfora siempre son interesantes esos disparadores para el debate”, argumenta.

Haciéndole ole a los binarismos, Ramón lo que busca en su libro es imaginar, tratar de comprender sin “moralizar ni juzgar”, una llave que la ficción tiene la potencia de desplegar muy bien porque en ella caben todas las posibilidades. “Quería que fueran personajes sólidos en la complejidad de su humanidad, ni malos ni buenos. Incluso cuando, nosotras como feministas reprochamos y los convertimos en villanos, lo que quise aquí es meterme en el mundo de esos presuntos villanos y volverlos personas complejas que están sujetos a una enorme cantidad de presiones, enorme cantidad de violencias y todo el tiempo están respondiendo a una presión que es difícil entender”.

“Con la novela no pretendo ni visibilizarlos, ni explicarlos, ni justificarlos, sino poner voz a las emociones y la intimidad de esos mundos masculinos y eso surge, básicamente, porque nunca he encontrado un texto de un varón cis heterosexual que hable de su adolescencia con palabras... hay como un vacío del lenguaje, o una cosa que como se alardea, y estoy hablando de ficciones de hombres sobre hombres”, dice y agrega: “Espero que la novela transmita que la vida no es tan lineal, que lo que rechazamos no es tan absoluto ni lo que adoramos tan impoluto y que devuelva esa complejidad”.

 


Belén Zavallo, la autora de “Las armas”.

“Las armas” de Belén Zavallo

 

Con un relato estremecedor, doloroso pero también capaz de iluminar las grietas de las heridas de la violencia, Belén Zavallo (Paraná, 1982) recorre desde una escritura muy poética narrada en una primera persona los abusos a los que fue sometida la narradora desde muy pequeña, acaso como forma de convertir el dolor de un episodio en la vida de su hija que la desgarra. “Escribir -dirá la narradora de esta novela- es atravesar cristales y sacarle los tonos del dolor. Y salir con las plumas abiertas”. ¿Puede, entonces, reparar la literatura, convertir la furia en poesía, hacer transitable el dolor? Para Zavallo, como para su narradora, la misma que cuenta cómo se le astilla el cuerpo cuando se entera que su hija fue violada por un grupo de varones, la literatura “es transformadora”.

Y así lo reflexiona: “Hay para mí una parte de la carne que se corre del hueso cuando leo a autoras, poetas y escritores que me conmueven desde distintas emociones. Escribir, por otro lado, es permitirle al cuerpo recuperar la memoria, y en esa búsqueda del lenguaje para decirse qué le pasa y qué le pasó, como hace la narradora de ´Las armas´ incluso mostrando su proceso de escritura, es cuando te enfrentás con los temblores de la voz, los matices del miedo, la desesperación. Y no queda sólo en eso, en escarbar el pozo, también aparece la fe en la palabra como algo que puede hacer. La palabra como una hendija, un verso de Borges habla de las grietas y el Dios que acecha ahí en la luz que se filtra”.

En palabras de la autora de “Lengua montaraz” (Ana editorial) -poemario que se llevó el tercer puesto de la primera edición del Premio Storni- “hay algo muy artesanal en escribir y en eso me viene la imagen de las costureras. Mi abuela que cosía y bordaba, mi madre que siempre mojó con sus labios la hebra y emparchó nuestra ropa. En esa disposición de las manos por remendar las prendas que abrigarían el cuerpo, en esa búsqueda por encontrarles colores y formas a las tramas de las telas, pienso que hay un gesto propio de la escritura y de las madres. Como hija fui absorbiendo la mirada de estas mujeres tan fuertes en mi vida, la lucidez de mi hermana, las precauciones que impartían con mi madre me hicieron advertir tempranamente el peligro, pero también en sus lenguas desmenuzaban las salivas. Había saña en otras mujeres para sostener la maldad de los hombres”, dice.

Es que en “Las armas”, el dolor desesperado de la narradora por el abuso de su hija también reactiva en ella la identificación de prácticas que en su vida estuvieron atravesadas por la violencia, una violencia que no es propiedad de varones, sino que hace pie en un sistema que involucra a otras mujeres y poderes, como el de la justicia. “En la novela por eso también como en la vida, donde siempre es más duro el tránsito, están esas ponzoñas en bocas de varones y de las hembras que le alimentan el veneno. La fiscal de género, la psicóloga con hijas de la misma edad, la chica que le grita 'violada de mierda', esas mujeres ficcionalizadas que fuera de la obra una se cruza y padece. La literatura es más potente porque te permite hacer visible la verdad. En la realidad vas y denunciás en las oficinas correspondientes, y eso es mucho más duro que lo escrito en cualquier novela”.

El diálogo entre ficción y realidad alumbra las hendijas de lo incomprensible y el dolor

Violencias perpetradas por grupos de varones forman parte de las historias reales que sacuden nuestra región y no sólo en Argentina, verdades de las que se puede nutrir la ficción como en “La manada”, que a pesar de esta situada en Colombia cuenta la historia de un ataque en “manada” y no suena ajeno a lo que pasa cotidianamente aquí, o la novela “Las armas” de Belén Zavallo, en donde la historia está marcada por una violación grupal y la impunidad de los violadores.

Son violencias que están ahí, a la mano, o peor a la vista, aunque no dejen de sorprender, enojar y doler y aunque a veces también se tornan noticia cuando toman los medios de comunicación, como ocurrió con el abuso sexual en Palermo, o el asesinato de Fernando Báez Sosa en un boliche de Villa Gesell, cuyos acusados son ocho jóvenes rugbiers. Son violencias como mandatos que comparten la grupalidad como validación y como pacto de silencio para dañar a los otros, violencias que se vuelven a reproducir en un espiral de violencias también institucionales que no dan respuesta.

¿Puede alumbrar la ficción aquello donde la realidad hiere? ¿Cómo leer que prácticas aberrantes vengan atadas a una suerte de validación en grupo que va más allá de los pares e incluye al sistema de justicia o los medios de comunicación reproduciendo desde el lenguaje sentidos revictimizantes?

En opinión de Zavallo, que además de escritora ejerce la docencia desde hace 16 años, “siempre se es más bravo entre muchos. Eso lo ves entre adolescentes que para un cumpleaños llevan al baño a uno entre todos para pegarle, como cuando bautizan en un deporte, como cuando un varón se recibe o casa y lo atan a un árbol o pasean desnudo. No lo hace uno solo. Son ´los amigos´ y entre ellos se propician la violencia y se validan que así sea. Estas prácticas están naturalizadas como si el rastreo en el tiempo, solo confirmara que siempre fue así y que por eso está bien”, dice.

Por su parte, María del Mar Ramón reflexiona tomando como espejo su propia novela, donde la validación entre varones es una práctica que no se cuestiona, está ahí. “En la novela el pacto de silencio que llamamos de una manera tan liviana y abstracta para mi funciona como la narración de un mundo: ellos no se ponen de acuerdo en que se van a callar, sino que se ponen de acuerdo en creer una versión en la que lo que le hicieron no es moralmente reprochable”, indica.

“Creo que el problema es, precisamente, cómo desarticulamos esas visiones de mundo que se explican y que ellos se construyen desde la grupalidad. Nadie está exento de esas narraciones del mundo, todos necesitamos contarnos una historia y que nuestros pares, determinados por la clase, por el género o por lo intereses socioculturales, la validen y eso conforma parte de nuestra perspectiva del mundo”, dice y explica que la diferencia es que “los grupos de varones ponderan unas características que dañan a los demás”.

“Me parece -reflexiona por su parte Belén Zavallo- que la perversión, la perversidad, la maldad y el asumir que una mujer también tiene que entenderlo así y subyugarse, es una idea espantosa arraigada a un discurso y prácticas sociales que nos atraviesan sin distinción de clases ni recursos. La cultura de la violación no es clasista. Los violadores no son ignorantes ni enfermos, son violadores porque creen que pueden serlo. Y escribir literatura que muestre con crudeza esto, es una forma de hablar sin moralizar, porque no le corresponde hacerlo. Pero sí tomar la palabra como un arma”, concluye.

 

(*) Este artículo de Milena Heinrich fue extraído del portal de la agencia de noticias Télam.

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