
Paola Rubattino
Soy madre de un hijo con autismo severo y estoy atravesando un cáncer que me recuerda todos los días la fragilidad de la vida y me enfrenta a ese pensamiento recurrente que tenemos quienes criamos chicos con discapacidad: ¿qué va a pasar con nuestros hijos cuando nosotras no estemos?
De esa pregunta, de ese miedo compartido, nació hace años Alas, la asociación civil que fundamos en Gualeguay y que hoy reúne a 75 familias.
En Alas nos sostenemos en la batalla diaria: por un turno médico, por un acompañante terapéutico, por una medicación, por la cobertura de un tratamiento. Todo eso que se suma a las tareas de cuidado 24/7 que ninguna familia debería afrontar sola.
Sabemos que con un hijo con discapacidad el Estado no es un lujo: es la diferencia entre salir adelante o quedar desprotegidos. Por eso, nunca nos preguntamos qué iba a pasar si el Estado no estaba. Porque ni en nuestras peores pesadillas imaginamos que eso podía ocurrir. Y sin embargo, está pasando.
Hoy vivimos en un país cruel donde funcionarios se atreven a decir que tener un hijo con discapacidad es problema de la familia y no del Estado. Donde el presidente veta una ley que declaraba la emergencia en discapacidad y la emergencia pediátrica. Donde madres, padres y personas con discapacidad vamos a reclamar a la plaza y la respuesta son los palos de las fuerzas de seguridad.
La política argentina atraviesa un momento de enorme dolor.
La pobreza golpea a quienes ya estaban al límite.
En nuestras recorridas por Entre Ríos vemos docentes y policías haciendo dedo en la ruta porque no tienen para el colectivo; familias viviendo en ranchos de nylon sin luz ni agua; adultos mayores postrados sin medicación; gurises descalzos y con hambre; colas en la carnicería para comprar apenas unas alitas de pollo.
Y, al mismo tiempo, vemos con hartazgo a funcionarios pitucos que llegan en avión cada semana, se sacan una foto y desde un escritorio repiten que el peronismo hizo todo mal, que el kirchnerismo debe desaparecer y que ellos no tienen ninguna responsabilidad en el desastre que estamos viviendo.
Las próximas elecciones son decisivas. Viene la reforma laboral y el pueblo quiere saber quiénes van a estar de su lado y quiénes les van a dar la espalda. Está en juego la jubilación, el aguinaldo, los derechos conquistados. No podemos volver a tener otro Kueider. Ni legisladores como los de Frigerio, que se esconden detrás de los cortinados, se niegan a dar quórum o votan en contra del pueblo por acuerdos de cúpula.
Nos guste o no, la política entra a nuestras casas: define cuánto pagamos de luz, si tenemos medicamentos, qué ponemos en la mesa de cada día. Por eso hay que votar con conciencia, con memoria y con dignidad. Porque un voto no es un trámite: hoy es un acto de conciencia democrática.
Como madre y militante aprendí que nada se construye en soledad. Lo que Pierre Bourdieu llamaba capital social no es otra cosa que esa red de afectos, de compañeros y de organizaciones que nos sostienen cuando la vida se vuelve insoportable. Esa trama de vínculos no es un privilegio: es un derecho colectivo que tenemos que cuidar y ampliar.
También sé que la política se alimenta de confianza, de legitimidad, de lo que Bourdieu definía como capital político. Yo no me presento a una banca para hablar de mí, sino porque reconozco que la confianza que muchas y muchos depositan en mi palabra es un bien común.
Ese capital político no me pertenece: le pertenece a cada familia que reclama un Estado presente. Y mi compromiso es honrarlo en cada decisión que tome como diputada.
Porque al final del día, aprendemos a construir política a partir de lo más simple y profundo: la vida cotidiana.
(*) Licenciada en Trabajo Social, madre fundadora de la asociación civil Alas y candidata a diputada nacional por la lista Ahora 503