Por Hernán Rossi (*)
Todos hemos observado estos días, entre absortos y enojados, las multitudes que se han reunido en torno a los cajeros automáticos, más allá de la necesidad de percibir sus haberes. Antes fueron los que despreocupados paseaban o se movían por las ciudades como si nada pasara. Los que inventaban excusas insólitas para circular. Y desde el Presidente de la Nación para abajo, todos simultáneamente nos indignamos y proferimos maldiciones y solicitudes de castigo tal vez sin entender por qué la gente no acata la orden de aislamiento.
Lamentablemente no estamos preparados para semejante pandemia. Desde ningún resorte del Estado hasta el último vecino. Estamos dando manotazos desesperados tratando de tapar el sol con las manos. Nos damos cuenta en la emergencia de la precariedad de nuestro sistema de salud y de las prioridades mal entendidas. Pero dejemos esto para otro momento y centrémonos en el tema que nos convoca.
¿De verdad no entendemos por qué la gente no respeta el aislamiento? ¿Es en serio que no nos damos cuenta de las razones de tanta desobediencia civil?
Creo que nos damos perfectamente cuenta de los por qué, pero nos avergüenzan un poquito y todos, en mayor o menor medida, nos hacemos los distraídos. No respetamos el aislamiento sencillamente porque en la Argentina nos acostumbramos a no respetar casi nada: las normas, los pactos de convivencia, las leyes e incluso la Constitución Nacional.
¿En un país donde se burla la ley para conseguir el quórum en el Congreso de la Nación, nos puede asombrar que un vecino ignore la cuarentena? En nuestro bendito país la justicia se corrió el velo de sus ojos hace años y actúa según la cara del acusado. Hay políticos que se han robado fortunas incalculables y nunca pisarán una cárcel. ¿Cómo pretenden que viendo semejantes burlas de quienes deberían marcar el camino ético, los ciudadanos no se muevan de sus casas?
Los argentinos perreamos los velocímetros, coimeamos al policía, cortamos las calles, somos ñoquis por amistad con el político de turno, nos adelantamos en la cola del súper, evadimos, el Estado nos paga códigos en negro, trabajamos ocho horas y nos blanquean cuatro, pactamos con el narco, nos colgamos del cable y la luz, llevamos las máquinas del Estado a hacer trabajitos privados, sobornamos periodistas, pedimos certificados médicos o inventamos trances psicológicos para no trabajar, licitamos por cien cuando la obra sale cincuenta, nos copiamos en los exámenes, arreglamos concursos para ingresar al Estado, prometemos la misma obra durante cinco campañas electorales, excedemos las velocidades permitidas, especulamos escondiendo mercadería para cobrarla más cara, vemos que un delincuente roba siete veces en un mes y sigue libre. Por todas estas cosas no respetamos el aislamiento obligatorio.
Martín Hevia, decano de la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella y doctor en Derecho por la Universidad de Toronto (Canadá), señalaba hace un tiempo que el argentino transgredía las normas en su país, pero su comportamiento variaba si iba a Alemania. Entendía que “hay un contexto cultural en el que es más costoso cumplir la ley que violarla. Porque el costo de violarla es chico, en la medida en que no haya una sanción efectiva, y que no haya incentivos para cumplirla”.
Eso nos pasa. Eso nos ha venido pasando. Vemos que ciertos personajes han vivido del Estado 35 años, son multimillonarios y la justicia no encuentra “pruebas”. Luego de pensar en esas cosas hasta entiendo -no justifico- el razonamiento del que dice: “¿se roban un país y no voy a poder sacar el perro a pasear?”.
En realidad, lo que nos asusta es que desoír el aislamiento signifique poner en riesgo la salud de millones de argentinos, porque infringir una norma en verdad no nos debiera llamar la atención. Este tipo de situaciones límites, que no estamos acostumbrados a afrontar, sacan lo mejor y lo peor de cada uno. La solidaridad, la empatía, el reconocimiento, la ayuda, afloran para hacernos creer que hay salida. El escrache, el no cumplir la cuarentena y ponernos en riesgo, el que remarca precios, el que no se pone en el lugar del otro, los que ponen a punto hospitales que se inauguraron tres veces, nos hace bajar las expectativas a futuro.
En lo personal soy escéptico respecto de los que sostienen que esta pandemia nos va a hacer mejores. No tengo esa mirada. No creo que salgamos distintos. Va a ser difícil barajar y dar de nuevo en la Argentina. Ojalá que la generación de mis hijos tenga la grandeza suficiente para mejorar esta sociedad. En ellos confío. Hoy, lo que me rodea, no me permite ser tan auspicioso.
(*) Periodista de Gualeguaychú.