Cuando volvamos a abrazarnos

Por José Natanson (*)

 

“Come on, come on / Touch me, babe / Can’t you see / that I am not afraid”

(Vamos vamos / Tócame, nena / No puedes ver / que no tengo miedo). The Doors

 

El tacto es el más misterioso de nuestros sentidos. Lo desarrollamos tempranamente, enroscados en el útero protector de nuestras madres, y luego lo transformamos en la barrera física que nos separa del ambiente externo, digamos la interfaz entre el yo y el mundo. Mientras que el crecimiento del sistema auditivo y visual se produce gradualmente hasta que resultan completamente efectivos, el sentido del tacto funciona desde antes del momento en que vemos la luz. Y si la vista y el oído nos informan sobre cosas que pasan lejos, el tacto nos ayuda a entender lo que ocurre ahí nomás. Es la primera pista a partir de la cual comenzamos a formarnos la conciencia de nosotros mismos, y tiene como herramienta a la piel, que con sus 18.000 centímetros cuadrados promedio es el más grande de nuestros órganos sensoriales, el que mantiene la integridad de nuestros órganos y el que nos protege de eventuales amenazas externas, haciéndonos reaccionar cuando nos quemamos o nos pegan.

Pero además de cuidarnos, el tacto funciona como un recurso de construcción de lazos y vínculos entre los animales sociales, entre los cuales se encuentran casi todos los humanos salvo Fernando Iglesias. Las tigresas lamen a sus crías, los cachorros juegan entre ellos, se pelean y mordisquean de una manera no tan diferente a como lo hacen nuestros hijos. Las investigaciones coinciden en que el modo en el que nos tocamos y abrazamos reproduce la forma en la que nuestros ancestros los monos se revisan el pelaje y se acicalan. Además, por supuesto, del estímulo sexual, el tacto sirve para acompañarnos y relajarnos, y es desde siempre el recurso principal del consuelo. Nos sentimos mejor cuando nos tocan.

Diversos experimentos de psicología conductista confirman la importancia del “sentido olvidado”, según la buena definición de Pablo Maurette (1). En una célebre investigación en un restaurante, Crusco y Wetzel demostraron que aquellos camareros que tocaban brevemente a sus clientes –un leve toque en el hombro o el brazo– lograban triplicar sus propinas, incluso si el cliente no percibía el contacto en un nivel consciente (2). Del mismo modo, un experimento del Wheaton College demostró que una persona que encontraba dinero en una cabina telefónica estaba más predispuesta a devolverlo si quien lo reclamaba la tocaba mientras se lo pedía.

El efecto se verifica también sobre el deseo de consumo. Como sabe cualquier vendedor de ropa o electrodomésticos, las personas se muestran más proclives a comprar algo si pueden tocarlo antes. Y tenemos además el caso increíble del aspirante a un puesto de trabajo. El experimento consiste en pedirle a un grupo de personas elegidas al azar que evalúen a un candidato a un empleo a partir de un CV contenido en una carpeta. El CV es el mismo, pero la carpeta –liviana en un caso, pesada y mullida en el otro– es distinta. Sorprendentemente, quienes reciben la carpeta pesada califican más positivamente al falso candidato, lo que sugiere que conceptos como “seriedad” o “capacidad” pueden ser inducidos a través de las cualidades táctiles de un material (3).

La tecnología, sin embargo, está en deuda con el tacto. Tenemos máquinas que pueden calcular mejor que nosotros, con una capacidad de almacenar información que sería la envidia de Funes, que pueden mirar más lejos y gritar más fuerte, pero todavía no hemos logrado desarrollar un robot que nos toque o nos acaricie de una manera convincente; tampoco podemos mandar un abrazo.

 

Bajo tu piel

 

No todas las sociedades ni culturas se tocan de la misma manera, ni aceptan la misma distancia corporal. Como sostiene Hall (4), cada sociedad establece una cierta “distancia normativa” que marca hasta dónde es correcto acercarse al otro, desde qué lugar hablarle, cómo saludarlo. La proxémica, la disciplina que estudia la relación espacial entre las personas, ha determinado que las culturas mediterráneas, incluyendo las de Medio Oriente y América Latina, establecen más contactos táctiles y requieren una distancia personal menor que las culturas anglosajonas u originadas en el Norte de Europa, lo que explica la repulsión que le generaban a Jerry Seinfeld los “habladores cercanos”, esas personas que aproximan la boca hasta casi tocar al otro. La fría distancia del Norte se refleja también en una imagen que circula en estos días por las redes: una fila de personas esperando un ómnibus en Finlandia, impecablemente separadas por un metro y medio, en una foto tomada… el año pasado.

Las explicaciones difieren. Epidemias antiguas que se ensañaron en el Norte y acostumbraron a sus gentes a una mayor distancia para evitar contagios; más hacinamiento en los países del Sur, lo que obliga a compartir el espacio y acostumbra a una mayor cercanía; la cultura de la informalidad que prima en Mediterráneo y que tiene en el contacto una de sus vías… Aunque las razones resulten un poco esencialistas, lo cierto es que la diferencia existe: los latinos nos tocamos más a menudo y nos paramos más cerca que los anglosajones.

 

Touch me

 

Un estudio para 42 países demostró que los argentinos nos encontramos entre los que menos distancia física establecemos al hablar con otras personas. Si se mira bien, toda nuestra cultura –comenzando por el tango, ese baile de piernas entrelazadas que escandalizaba a la buena sociedad del siglo XIX– está marcada por la cercanía física, cosa que se refleja también en la política. Cualquiera que haya participado de una manifestación en Estados Unidos o Alemania habrá comprobado la distancia que mantiene la gente, impensable en el amasijo que es la Plaza de Mayo todos los 24 de marzo. Cuenta la leyenda que el peronismo nació un 17 de octubre a partir del contacto de los cuerpos de los obreros que cruzaron los puentes del conurbano para reclamar por el líder desplazado. No debe ser casual que las fotos icónicas de las dos grandes parejas políticas que marcaron nuestra historia –Perón y Evita el 17 de octubre de 1951, Néstor y Cristina en el conflicto del campo de junio de 2008– sean fotos de abrazos, tan amorosos como trágicos. El abrazo Perón-Balbín es el símbolo mayor del diálogo político. Tras la derrota peronista en 2015 aparecieron pintadas en las calles de Buenos Aires: abrazame –decían– hasta que vuelva Cristina.

Acostumbrados al contacto, la cuarentena nos obliga a mantener la distancia social para evitar el contagio del coronavirus, una situación extraordinaria que el gobierno manejó de la mejor manera posible: quizás uno de los puntos más objetables en una gestión de la crisis por demás virtuosa sea la cuestión de los niños, que en el caso de aquellos con padres separados tuvieron que esperar nada menos que 43 días para poder abrazar al papá o la mamá.

Pero lo cierto es que, puesto frente a una emergencia que nadie imaginaba, el gobierno desplegó a velocidad de pantera un conjunto de políticas para sostener la economía, contener la crisis y resguardar la vitalidad de las relaciones sociales: un anuncio oficial en radio y televisión recomendaba –para horror de Foucault– el sexting como remedio para la abstinencia. Sucede, sin embargo, que la digitalidad es una solución sencilla pero insuficiente y de consecuencias ambivalentes, no siempre claras, como demuestra el caso de Zoom. En efecto, así como el símbolo del virus en el espacio público es el barbijo (las tres últimas tapas de el Dipló muestran a personas con tapabocas), la metáfora visual de la cuarentena es sin dudas la pantalla partida. Tan antigua como el cine, la pantalla partida permite hacer reuniones laborales, habilita las clases a distancia y es el modo que han encontrado los artistas para mantenerse vivos en medio del confinamiento, del bizarro “Supón” de un grupo de semi-famosos argentinos al notable “Resistiré” de los cantantes españoles.

Rápidamente difundido (Zoom pasó de 10 a 330 millones de usuarios en estos meses y su fundador se convirtió en una de las personas más ricas del mundo), el recurso nos resulta familiar porque lo hemos visto mil veces en el cine, pero también porque remite a otra imagen bien de época: el panóptico de las cámaras de seguridad, por ejemplo, en la entrada de un supermercado. Este costado un poco perturbador se compensa con su efecto democratizante: Zoom no registra likes, seguidores o número de visitas, da lo mismo un show de Madonna que un concierto de cuatro adolescentes. Y nos permite sostener un remedo de sociabilidad más allá de las paredes asfixiantes de nuestros departamentos, estar juntos, pero manteniendo la distancia profiláctica necesaria para evitar el virus, conectados pero aislados. Es, según el filósofo Peter Szendy, la estructura principal de la experiencia del confinamiento.

Rebobinemos antes de concluir. La vivencia extrema de la pandemia y el confinamiento están reconfigurando aceleradamente el mundo en el que vivimos. Las certezas y los dogmas caen con la misma rapidez con la que se cuentan los muertos e infectados. La “nueva normalidad”, expresión sobre la que volveremos, se está construyendo en estos momentos, delante de nuestros ojos, y no solo abarca los campos obvios de la política y la economía, sino también aspectos más subterráneos: los vínculos entre las personas, las formas de expresión, las afectividades. ¿Cómo se transformarán las relaciones sociales a partir de des-presencialidad obligatoria? El “como te quiero no te toco” que es la consigna de esta época, ¿se irá convirtiendo en algo permanente? Y los argentinos: ¿remplazaremos nuestro abrazo suritaliano por una aséptica inclinación de cabeza?

 

Referencias

1) Pablo Maurette, El sentido olvidado, Editorial Mardulce, 2015.

2) April Crusco y Christopher G. Wetzel, “The Midas Touch: The Effects of Interpersonal Touch on Restaurant Tipping”, Personality and Social Psychology Bulletin, N° 23.

3) Deborah McCabe y Setephen Nowlis, “The effect of examining actual products or product descriptions on consumer preference”, Journal of Consumer Psychology, 13, 2013.

4) Edward T. Hall, La dimension oculta, Siglo XXI, 2005.

 

(*) El artículo de Opinión de José Natanson se publicó originalmente en Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur y fue extraído de la agencia Télam.

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