Un fetiche (des) comunal

Por Darío Dayub (*)

 

Soportamos en Paraná, gestión tras gestión y sin convite ciudadano, un fetiche comunal que, por descomunal, merece ser señalado. Desde poco antes del inicio de este siglo cada intendencia se ha visto seducido de un modo irreflexivo por dos lugares de la ciudad que, de tan bellos, no merecían demasiados retoques: la Peatonal y todo nuestro Parque Urquiza.

Quizás... son sus curvas y contra curvas al son del contoneo del rio, sus adoquines marcados, sus farolas encendidas, sus tupidas plazas de “mejillitas” floridas o ese... “no sé qué” por el que solemos quedar prendados de algo. Pero lo cierto es que esa irrefrenable seducción hace que en cada gestión se eche mano a esos dos lugares de la ciudad derrochando nuestros escasos recursos, postergando al resto de la ciudad e incomodando el transitar de su población; solo para hacerlos lucir del modo en que más sensualmente lo han imaginado en su fuero personal más íntimo, como si les pertenecieran. Es que es un fetiche personal, que trasladan a la comuna con medidas autosatisfactivas y terminan perjudicando, más que beneficiando, a toda la ciudad; contrariando la finalidad última del electorado al ungirlos para gobernar la misma.

Con una lógica de gestión que no escapa a ninguna jerarquía estatal. Pues gobiernan para lugares que no utilizan y ciudades que no viven. Así, legislan sobre la educación pública pero sus hijos se educan en exclusivos reductos privados; toman medidas sobre los hospitales, pero a la menor afección vuelan despavoridos a clínicas privada de elite; deciden sobre nuestra seguridad, pero para sí y los suyos tienen custodia personal, pública o privada. De este modo, nadie imagina ver al intendente tomando un colectivo, pedaleando sobre una bicicenda o caminando por nuestras calles al rayo del sol.

En lo local, esta lógica “les habilita” ese fetiche descomunal, cuya contracara es el abandono de los barrios y la vida que a su gente le hacen pasar allí.

Vayan a los barrios, conózcanlos, y vean cómo se vive.

La gente comienza su día muchas veces sin siquiera agua potable por los cortes; debiendo improvisar el modo en que se higieniza y desayuna antes de irse a trabajar, estudiar o lo que fuera. Luego espera 40/50 minutos el colectivo al desamparo del sol, el agua y el frío o en “garitas” improvisadas, mientras respira el olor nauseabundo de alguna cloaca tapada, un pozo ciego desbordado, algún arroyo contaminado, de algún basural amontonado por días o del propio “volcadero” si su humo aun deja respirar, Pero, si debe gastar medio jornal en un transporte privado por un habitual paro de colectivos o tiene vehículo propio, debe atravesar la ciudad intentando sortear, ilusoriamente, el sinnúmero de pozos de las calles y esperar cada uno de los semáforo no coordinado de las mismas, en una larga y estresante odisea.

Transcurre el día en clubes, de cada vez menos niños, sostenidos solo por el bolsillo propio de su comisión directiva y de algunos que otros voluntariosos más que, al menos, impiden le corten la luz por falta de recursos. También transcurre en escuelas caóticas que atravesadas por mil realidades complejas terminan transformándose, para poder enseñar, en improvisados comedores escolares, centros de salud, confesionarios, fiscalías, etc. desbordando a sus docentes multifuncionales, devenidos “de prepo” en cocineros, enfermeros, mediadores trabajadores sociales, etc.; pese a que sin premio final les baja la matrícula año tras año perdiendo alumnos por causas evitables.  Transcurre también en merenderos o comedores comunitarios a mano de vecinos solidarios que ven acrecer vertiginosamente su concurrencia al mismo ritmo en que se desmembran los hogares. Y, si transcurre en alguna plaza o sitio público del barrio habrá que saber buscar entonces el que, al menos, tenga los matorrales a raya y algún que otro elemento en pie; una vez allí habrá también que cuidarse de insectos y roedores venidos de todos los lugares que deberían mantenerse limpios, pero no lo están.

Finalmente, el día les termina a los barrios, entre las nubes de polvillo que sus calles sin asfalto descubren a contra luz de los últimos rayos del sol y la invasión de mosquitos que a esa hora les asoma, con corridas que apuran la marcha de sus vecinos para alcanzar a estar a salvo, bajo techo, cuando la falta de luminarias lo vuelva todo oscuro y el dealer de turno empiece a operar, las balas empiecen a zumbar o los gritos de algún delito se empiecen a escuchar.

Es que el descomunal fetiche desvía los fondos que deberían destinarse, por caso, a tener más de solo dos camiones atmosféricos para toda una ciudad capital, a munir de mejores elementos a sus mal pagos empleados, al asfalto, a invertir en trasporte público, a la salud urbana, su ambiente, etcétera; a asistir aquellas instituciones que a veces son el último nexo que liga a la niños/jóvenes con la sociedad y los rescata de perderse en los rincones más oscuros de la vida, pero también se debe ir a buscar a quienes ya están en ellos. Porque una medida de estas no tomada no es solo “una medida no tomada” y su impacto directo; es también todas sus implicancias. Porque no puede esperarse que quien ve transcurrir su día del modo descripto, con carencias básicas, pueda ser su mejor versión de jefa, comerciante, empleado, hijo, madre, etc., como todos deseamos; destilando las deficiencias sobre todo el tejido social con serio riesgo de ruptura. Esta mirada “del todo” es insoslayable para un estadista que se precie de tal.

Sigan entonces pintando, reformando, rediseñando o toqueteando autosatisfactivamente el parque y la peatonal con sus alrededores y verán cómo termina de desplomarse Paraná.

Vayan a los barrios donde late el corazón de esta ciudad; que agoniza de abandono y espera... mucha espera.

Allí se van a encontrar con cientos de talentos, vocaciones, capacidades y vidas no atendidas; pónganlas en valor, con al menos una de todas esas oportunidades derrochadas con su descomunal fetiche.  ¡Háganlo!  toquen ese corazón!, los hará sentir orgullosos... y ya no habrá más fetiche, porque la ciudad nos va enamorar a todos... y a ustedes también.

 

(*) Darío Dayub es Presidente del GEN Paraná.

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