D. E.
Era una mañana cualquiera cuando Luis F. Etchevehere se presentó en la Redacción de El Diario y le avisó a Guillermo Alfieri que una hora después iba a llegar “alguien importante” desde La Rioja, a quien había que hacerle una entrevista en el salón grande del primer piso. Allí únicamente se recibía a determinadas personalidades que llegaban para la foto y el diálogo con el director, quien posaba con el entrevistado para darle una suerte de aval o bendición a su tarea.
—¿Quién es? —preguntó Alfieri, mientras no dejaba de teclear y fumar sus clásicos cigarrillos negros, que iban apagándose uno a uno.
—Me dijeron, pero no recuerdo — respondió Zahorí Etchevehere.
—Vaya a saber —comentó Guillermo, mirándome algo desorientado. Estaba en el escritorio de al lado y ese lugar de privilegio me sirvió por ocho años para ser testigo de cada uno de sus movimientos; de sus diálogos pasionales con los entrevistados; de su poder de seducción para convencer a los referentes políticos de tal o cual circunstancia; de su obsesión con que no hubiera errores, y de sus ideas creativas.
Recién transitaban los primeros años de la democracia, Alfieri tenía 47 años y era un permanente hombre de consulta en la Redacción.
El señor de traje, procedente de La Rioja, llegó cerca de las 11. Era ministro o secretario de Estado del gobierno de esa provincia, donde el golpe del ’76 llevó a Alfieri a la cárcel y lo fue trasladando por diferentes unidades penales del país durante cuatro años. La dictadura directamente les robó el diario cooperativo El Independiente. Encarceló a todos sus directivos y jefes de Redacción, incluyendo a Alfieri y su entrañable amigo, el director Tito Paoletti.
Ese alto funcionario entró raudamente, saludó a Etchevehere y el director lo acompañó hasta el escritorio de Alfieri para presentarlos.
—Yo lo conozco muy bien a éste. ¿Qué haces acá pedazo de hijo de puta? ¿Cómo te da la cara para venir hasta mi escritorio y saludarme? —le dijo cortante Alfieri, sin siquiera extenderle la mano.
Etchevehere tuvo lo más parecido a un ataque de tos. No sabía dónde meterse. El funcionario tampoco. “Ladrón hijo de puta”, le dijo Alfieri. Tomó los cigarrillos, sus apuntes y se fue a su departamento del edificio del viejo matutino.
Esa escena lo pinta de cuerpo entero. Guillermo era así. No estaba dispuesto a negociar nada con quien no le caía bien. Y menos con alguien que había formado parte de la apropiación de la cooperativa de prensa que jamás pudieron recuperar.
Duro, inteligente, pasional, estricto, curioso por naturaleza, Alfieri tenía también esa veta de ternura que casi siempre ocultaba. Era el que se moría de amor cuando su mujer, Mercedes, llegaba a la Redacción poco después de las 13 y pasaba a saludarlo. Era lo más parecido a un rito. Mercedes, esa bella mujer de largo pelo negro y paso de danza, ingresaba no más de cinco minutos y eso era suficiente para Guillermo. Algo parecido sucedía cuando doña Gloria –su madre, de inocultable acento gallego-, llegaba con su andar cansino y le daba un beso. “Comemos en media hora, Yiyi; no demores”, le decía y seguía su camino al departamento, siempre con la bolsita de las compras.
(Más información en la edición gráfica número 1079 de la revista ANALISIS del jueves 7 de junio de 2018)