La década infame

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A 10 años del crimen de Dalma Otero

Luciana Dalmagro

Ciento veinte meses no fueron suficientes para que la Justicia entrerriana encontrara a los asesinos de Dalma Otero, muerta el 26 de marzo de 1997 por instigación de su ex esposo, Miguel Capobianco, que cumple pena de prisión perpetua. Su madre revela detalles nunca conocidos de la historia de la funcionaria judicial, cuenta cómo están sus nietos hoy y, lógicamente, reclama justicia para la memoria de su hija. No acepta fotos: “Los asesinos están sueltos y tengo miedo de que me reconozcan”, confiesa.

El departamento del sexto piso del edificio de Santa Fe 588 permanece cerrado desde hace 10 años. Intacto. Quedó así desde que la Policía retiró de allí el cadáver de Dalma Ligia Otero y se realizaron las pericias correspondientes. En los placares está la ropa de Dalma. Sus libros en la biblioteca, sus fotos y objetos personales en los cajones. Intacto también está su cuarto y nadie más ha entrado a la pieza de los chicos ni usado los juguetes.

A dos cuadras de allí, en un departamento luminoso, limpio y ordenado otra Dalma la recuerda. Es su madre, Chichí, que no ha podido recobrar para ella o para sus nietos las pertenencias de su hija. Tiene algunas fotos, el diploma de abogada de Dalma cuelga de una de las paredes y en el dedo índice de la mano derecha lleva un anillito de oro con una esmeralda engarzada. “Es lo único que tengo de ella”, cuenta con mirada triste.

Dalma Lía Issler tiene ya 79 años y asegura que está muy cansada. No se explica por qué la Justicia no investigó hasta llegar a los asesinos de su hija. Le sirve de consuelo a tanto dolor y tanta bronca pensar en sus 10 nietos, especialmente en Alejandro y Agustín Capobianco, los hijos de Dalma, que ya tienen 20 y 17 años respectivamente.

Y se refugia en la memoria de su hija, en los mejores recuerdos, muchos de ellos vinculados a sus amigos. De otra pared cuelga una caja vidriada con la mitad de un mate usado. “Me lo regalaron sus compañeros de trabajo. Es el mate que compartían con ella cada mañana”, explica.

Chichí es una mujer alta y elegante. Está vestida con un conjunto de hilo verde claro, bien peinada, lleva un reloj, anillos, pulseras y los labios y las uñas pintados de rosa. Está sentada en medio de un living atestado. Cuadros, platitos, portarretratos con fotos familiares, vajilla y adornos de todo tipo pueblan el lugar. Sobre un mueble grande de madera, Dalma sonríe desde un gran portarretratos metálico.

Las tragedias

Chichí se recibió de maestra y comenzó a trabajar a los 20 años. Ya estaba de novia con Ramón Otero Aguirre, con quien se casó cinco años más tarde. Compraron una casona ubicada en calle Buenos Aires, donde nacieron sus cuatro hijos: Graciela, Patricia, Dalma y Ramón. Allí vivían los seis, junto a la abuela Angelina Aguirre, a quien los chicos adoraban.

Dalma se destacó desde chiquita. Era la más inteligente y fue abanderaba en la escuela. Eran tiempos felices. Las nenas iban al Huerto; el varón, a la Normal. Recibían amigos, salían a cenar o al teatro y los chicos, crecían sanos y jugaban en el patio con los tres perros de la familia.

Ramón asumió la Intendencia de Paraná durante unos meses en 1968 y murió en un accidente aéreo junto a otras seis personas. La desgracia volvía a golpear duro a la familia, pero Chichí decidió no caerse. La abuela Angelita perdió así al último de sus tres hijos: antes, una de sus hijas, de 25 años y a punto de casarse, había muerto atropellada por un remís, y su otro varón, de 20 años, resultó fatalmente herido al caer de un caballo cuando practicaba equitación en Palermo.

“Mi suegra me ayudó a criar a los chicos sola y por eso la cuidé hasta el último de sus días. Fue quien me enseñó a vivir. En medio de dolor, me instaba a levantarme, a sonreír, a arreglarme, a recibir a amigos de los chicos. No nos podíamos quedar en la tristeza. Había que salir adelante”, recuerda Chichí.

Los chicos crecieron, estudiaron, se recibieron, se casaron. Dalma conoció a Miguel Capobianco cuando tenía 15 años. Un día lo llevó a su casa para que su mamá y su abuela lo conocieran. Él entró silbando y desde ese mismo instante a Chichí le cayó mal. “No me gusta. Es una falta de respeto que aparezca así. Y cuando habla no mira a los ojos. Además, no estudia”, le advirtió a su hija, pero el noviazgo siguió adelante.

Dalma y Miguel salían con una de las hermanas de ella y su novio. Iban a bailar o a pasear. Tenían amigos y él la trataba bien. Chichí luego conoció a la madre de Miguel, le pareció una mujer muy criteriosa y optó por quedarse tranquila.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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