El niño y la bala

Edición: 
1028
Una crónica desde el barrio y la marginación

Por Y. F.
(especial para ANÁLISIS)

Me dijo su nombre: -“Me llamo Nahuel”-, con voz en tono fuerte, tratando quizás de llamar la atención del resto de sus compañeros, que parecían batallarlo con apodos crueles y burlas sobre su apellido, que hacía alusión al nombre de un animal. Casi instintivamente (o quizás porque lo deseaba, al verlo necesitado de cariño), supe que aquel pibe -que mostraba sus uñas sucias y marcas en su piel lastimada por el frío- iba a tener un vínculo especial en mi vida.

Días más tarde, la lluvia nos sorprendió minutos antes del horario de ingreso a la escuela. Lo que no fue sorpresivo era, sin dudas, la ausencia de todo el alumnado: -“Si se mojan las zapatillas, luego faltan toda la semana a clase porque no tienen calzado”- me afirmó una compañera. Realidad cruda de un barrio marginal donde se asentaba la comunidad de nuestro establecimiento. Pensé inmediatamente que era entonces mi oportunidad de saber sobre el pasado de este pequeño. Tomé su legajo, que dormía archivado en el cajón de aquel mueble lleno de documentos del grupo de niños de quinto grado, y me ubiqué cómodamente para leerlo en un rincón de la concurrida sala de maestros.

A medida que iba leyendo una a una las hojas repletas de datos de mi alumno, me iba produciendo lágrimas inevitables en mi sensibilidad siempre inoportuna (aunque nunca hay forma de anticipar el instante exacto donde se apersonarán las emociones). Me dio vergüenza que me vieran así los demás compañeros de trabajo y traté de disimular sosteniendo el agua en los ojos sin pestañear. Estaba leyendo la historia más triste del mundo, digna de ser inspiración para cualquier guionista de películas dramáticas. Llena de privaciones, maltratos, agresión, sufrimiento e indiferencia. Todo eso se mezclaba en la vida de este chico, documentada en papeles. “Una vida de mierda”, pensé angustiada, pero lo más duro fue cuando advertí: “una vida bastante parecida a la mía”.

Sería eterno el relato si enumero uno a uno los episodios complejos que viví junto a ese alumno durante los meses posteriores a aquella mañana. Sin embargo, el día más difícil fue en el mes de abril de este mismo año, cuando irrumpió en mi clase con su mochila toda rota y su vestimenta desalineada, pasadas las diez de la mañana. Lo miré sorprendida cuando abrió de un empujón la puerta, era obvia su exaltación y sus ganas de llegar a contarme lo sucedido.

—Hola corazón, ¿qué pasó que venís tan tarde?—, le dije temerosa de su respuesta. Sabía que algo había pasado y en su vida las cosas buenas no sucedían con frecuencia, aunque me esperancé cuando creí que quizás por ello tenía tanta excitación.

—Seño, ¡hubo quilombo en el barrio!—me gritó antes de llegar a mi escritorio—. Vos sabés que el Remolachame quiso pegar un tiro y mi amigo sacó un arma más copada y le tiró primero. Le dio en el pecho y la pierna. Le saltaba la sangre”—. Sus palabras salían sin filtro y a una velocidad casi imposible de detener a tiempo. Todo el grupo de pares lo miraban entre espantados y ansiosos por la continuación del tenebroso relato. Me di cuenta que mis latidos se habían acelerado e intenté mostrarme calma, para que el grupo entero no se potenciara en mi miedo por lo que estaba escuchando. Sólo me salieron un par de palabras, disimulando el titubeo: -—Tranquilo, calmate. Sentate acá conmigo—. Mientras se acercaba con sus útiles para ponerse a trabajar como si aquel horror vivido ya hubiera perdido efecto por poderlo contar, escribí una consigna en el pizarrón y los puse a trabajar.

(Más información en la edición gráfica número 1028 de la revista ANALISIS del 10 de septiembre de 2015)

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