Un gobierno quebrado y sin nadie que mande

Por Martín Rodríguez Yebra (*)

Conspirar contra el de al lado está en el ADN del Frente de Todos. La coalición peronista nació como una aglomeración de debilidades y se rige por una ley de gravedad propia, que es el equilibrio entre las partes. Cualquier movimiento de un actor principal que rompa esa dinámica impulsa al resto a la reacción, para impedir que el avance pasajero se convierta en una conquista duradera.

Solo en esa lógica resulta entendible que el ministro del Interior, Wado de Pedro, pueda organizar una operación de prensa para destratar al presidente Alberto Fernández sin que le cueste de inmediato el cargo y el sueldo. En un gobierno donde la jefatura no está determinada por el organigrama sino por las afinidades políticas, el camporista De Pedro no necesita renunciar para exhibir su incomodidad con el Presidente, como le reclamaron sus colegas albertistas Victoria Tolosa Paz y Aníbal Fernández.

La guerra interna es el estado natural de las cosas en una coalición que se funda en la desconfianza mutua. Pero escala peligrosamente en temporada de elecciones. El detonante del episodio que agita en estas horas al Gobierno es el fastidio del ministro del Interior por no haber sido invitado a una reunión con Lula Da Silva. El trasfondo, sin embargo, excede largamente los descuidos del protocolo presidencial.

El kirchnerismo, con Cristina Kirchner a la cabeza, perdió definitivamente la paciencia con Fernández. Lo perciben lanzado a instalar una campaña a la reelección, que –a juicio de la vicepresidenta– es un “acto narcisista sin posibilidad de éxito” y un obstáculo para la estrategia de poder del peronismo.

Los presidentes latinoamericanos que viajaron a Buenos Aires esta semana para la reunión de la Celac asistieron con estupor a la rivalidad caricaturesca entre el Presidente y su vice, que compitieron por la centralidad desde trincheras separadas por unas pocas cuadras en la misma ciudad. El kirchnerismo interpreta que Fernández quiso usar la cumbre como un lanzamiento y lo acusa de haber presionado a Lula para que no visitara a Cristina Kirchner en el Senado, como una forma de mostrarla aislada e incapaz de atraer la atención del principal referente progresista de la región.

Es cierto que Lula no quiso dar ningún paso en falso. La profesional diplomacia brasileña y la intuición natural del presidente se combinaron para no meterse en una batalla ajena. El anfitrión oficial era Fernández y no estaba dispuesto a incomodarlo con una visita al búnker de su rival interna en el Senado. Estaba abierto a recibir a Cristina en el hotel donde se alojó o en una comida a la que asistiera también Fernández.

Ella se negó de plano. Y estalló otra vez cuando se enteró que a su ahijado De Pedro –cuyos padres fueron asesinados por la última dictadura– no lo habían invitado a un acto de organismos de Derechos Humanos con Lula. El ministro tuvo respaldo para acusar al Presidente de “falta de códigos”, con la única deferencia de no hacerlo con su propia voz. El off the record, cuyo uso tantas veces indignó a Cristina y a La Cámpora, esta vez fue un arma necesaria para no dinamitar a cielo abierto un Gabinete ya de por sí quebrado. Por eso de cuidar las apariencias.

Fernández se negó a hablar con el ministro díscolo al que solía llamar “Wadito” y del que se alejó sin remedio desde que encabezó sin avisarle la ola de renuncias que siguió a la derrota en las primarias de 2021. El viernes esperó en vano una rectificación y después envió a Tolosa Paz a decirle que decida “si está adentro o afuera”. Pura retórica: el Frente de Todos tiene formas muy particulares de “estar adentro”. Los chispazos de declaraciones desafiantes seguirán por varios días.

Candidato en construcción

Cristina no tiene diálogo con Fernández, pero le llegan habladurías de que él se vanagloria en privado de tener mejor imagen que ella. Encarna, a juicio de un sindicalista que los trata a los dos, el “espíritu del renacido”. Dice que “hará todo lo posible para que el peronismo retenga el gobierno”, habla de la economía como si la Argentina viviera un boom de crecimiento y se coloca en el lugar del que define la estrategia del conjunto.

Lejos de impresionarse con sus módicos números y por la carencia de apoyos internos, busca capitalizar para sí los resultados de acciones que lo superan. Es un quiebre de la ley de los equilibrios internos que obliga a la reacción del kirchnerismo. “Está aprovechando para sí una desgracia que vive Cristina desde que la condenaron injustamente y anunció que no va a ser candidata”, reniega un dirigente con peso en La Cámpora.

El recelo se acentúa cuando lo ven ponerse al frente de la cruzada contra la Justicia o cuando se pavonea como referente del progresismo latinoamericano, hasta el punto de de alardear simpatía con los gobiernos dictatoriales de Venezuela, Nicaragua o Cuba. Agita banderas prestadas para buscar el voto fiel de los simpatizantes de Cristina.

En esa tierra fértil germina el clamor para reabrir la posibilidad de una candidatura de Cristina este año, aunque ella por el momento se resiste a considerar en público un cambio de opinión. Al kirchnerismo le urge encontrar un candidato presidencial potable que acobarde a Fernández. A ella siempre le quedará el recurso de la palabra para pinchar el globo albertista, a riesgo de desatar otra crisis en la coalición. ¿Cuánto más puede resistir una tan estructura baqueteada?

De Pedro por ahora es solo un ensayo de candidato. Las encuestas que consume Cristina siguen mostrando que Axel Kicillof es quien mejor retiene la intención de voto de ella. El gobernador ruega que no pongan a prueba el vaticinio: su plan es la reelección bonaerense. Pero ya aceptó la sugerencia de Máximo Kirchner de no descartar ningún destino, al menos en sus declaraciones públicas.

La vicepresidente duda: retener Buenos Aires es una misión prioritaria para la supervivencia del kirchnerismo. Según el consenso de los encuestadores, Kicillof le garantiza una disputa pareja y con buenas opciones de triunfo en la provincia, donde se vota a una sola vuelta. Ningún otro dirigente de ese sector se consolida como alternativa. Como aspirante presidencial, el gobernador podría ganar la interna del Frente de Todos y hasta ser competitivo en una primera vuelta (la que define el número de legisladores nacionales de una fuerza), pero tendría muy difícil superar con éxito el ballottage.

“Con Cristina en la boleta sería más fácil empujar a los propios. Si no, va a tener que pensar muy bien la jugada. El candidato a presidente, al votarse todo el mismo día, tiene mucho peso para traccionar al resto”, dice un senador que milita en el cristinismo puro. La sueñan, al menos, como postulante a senadora por Buenos Aires y para eso preparan movilizaciones cuando termine el verano.

La vicepresidenta no quiere primarias en el Frente de Todos. Fernández se entromete en sus planes. ¿Cómo plantearle unas PASO al presidente en ejercicio? La campaña sería -cree- una carnicería en la que el kirchnerismo eximiría a la oposición de la responsabilidad de retratar una gestión insatisfactoria.

Jorge Capitanich salió el viernes a marcar la cancha sutilmente al Presidente, bajo la apariencia de una declaración de respeto a su liderazgo: “El espacio de representación del Gobierno debe quedar solamente para una persona. Si el Presidente tiene la voluntad de ir por la reelección, ningún ministro ni representante del espacio debería competir”. No hay que confundirlo con un apoyo o una expresión de deseos. El gobernador kirchnerista le está advirtiendo que si de verdad va a competir deberá “tener espaldas para bancársela solo”, tradujo un baqueano del peronismo del interior.

El dilema de Massa

Sergio Massa es el otro protagonista del juego de tensiones del Frente de Todos. A diferencia de Fernández, el ministro de Economía se atiene de manera obsesiva a la regla de oro del equilibrio, que por el momento lo obliga a descartar de todas las formas posibles su ambición presidencial. Su alianza táctica con el kirchnerismo requiere el compromiso formal de trabajar por el conjunto y no para obtener una ganancia personal. Cristina lo avaló como bombero en medio de un incendio. Nada más.

Ahí radica el dilema massista. Para ser candidato a presidente en 2023 necesita el éxito de su gestión económica, pero al mismo tiempo si le fuera bien recaería sobre sus hombros el peso destructivo de la desconfianza kirchnerista.

La Cámpora siempre presentó a Massa como una estación pragmática en el camino hacia el paraíso igualitario que ofrece a sus seguidores. Pero nada de lo que hace el ministro parece un servicio altruista para garantizar la sobrevida del kirchnerismo y de sus relatos aspiracionales.

La incógnita en el peronismo es doble. Primero, ¿querrá Massa ser el candidato de un proyecto basado en la dispersión del poder y que sostiene su fortaleza electoral en el predicamento de Cristina? Segundo: ¿aceptará la vicepresidenta volcar su apoyo a un dirigente que alguna vez hizo campaña con la promesa de “meter preso a los corruptos”, que se comprometía en público a no tocar la Corte Suprema, que abrazó el acuerdo con el FMI y que sintoniza antes con Estados Unidos que con la Patria Grande latinoamericana?

Hay una divergencia existencial entre Massa y Cristina. El ministro aspira a conectar con las preocupaciones de una sociedad golpeada por años de crisis económica, lo que implica en algún modo alejarse de la agenda kirchnerista centrada en la denuncia de una conspiración político-judicial-empresarial-mediática contra los intereses populares. La convivencia es posible en la medida que nadie saque ventajas.

A Massa el kirchnerismo lo deja actuar como si fuera un técnico y no el político ambicioso que es. Le permite, por ejemplo, que surfee en silencio el juicio político a la Corte Suprema –siempre que garantice que sus diputados en la Comisión acompañen el show–. Ofrece a cambio el servicio de haber mantenido en carrera al Frente de Todos en el año electoral, cuando en agosto pasado todo parecía a punto de desbarrancar definitivamente.

Un repaso por media docena de encuestas publicadas en las últimas semanas muestra una paridad entre el Frente de Todos y Juntos por el Cambio en los escenarios incipientes de intención de voto nacional. El ballottage sigue siendo una barrera altísima para las esperanzas del oficialismo, pero al menos se siente en competencia. La persistencia de Javier Milei como tercera opción sólida suma un punto de incertidumbre que a esta hora le sirve al peronismo. La oposición -extraviada en sus disputas de liderazgo– no consigue capitalizar los apoyos de votantes moderados que ha perdido el Gobierno. Por eso el peronismo le prende velas a la gestión de Massa: ¿puede aún el oficialismo reconstruir la mayoría que le permitió ganar en 2019?

La inflación de enero, según los analistas, vuelve a empinarse hasta al menos el 6%. Tocará ir al psicólogo, si como dijo Fernández el problema está en la cabeza de los argentinos. Si no, será más presión para el ministro bombero.

La suba persistente del dólar blue en enero agita a todo el oficialismo. Empieza a vislumbrarse también la gran pared de vencimientos de deuda en pesos a partir del segundo trimestre, sobre todo si el sector privado se inclina –como se prevé– por dejar de comprar bonos que venzan después de unas elecciones de resultado incierto. La sequía acaso no sea tan dramática como se temió, pero igual impactará en el ingreso de divisas. La baja de precios de la carne por la sobreabundancia de oferta debido al sacrificio de ganado que impuso la escasez de lluvias empieza a revertirse, con su efecto inevitable sobre el índice de inflación.

La administración de parches se complica. Evitar un fogonazo inflacionario requiere atenerse a la austeridad marcada por el FMI en un escenario económico que este año tiende al estancamiento. En ese terreno resbaladizo se disputa la guerra del Frente de Todos para definir quién se gana el derecho a representar en las elecciones a este colectivo de enemigos entrañables.

(*) Periodista – Secretario de Redacción La Nación

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