Emiliano Gómez Tutau
Gracias por estos cuatro minutos, hoy 24, un día que nos recuerda que la Navidad, en su sentido más literal y más profundo, significa nacimiento. A quienes nos gusta buscar el origen de las palabras, casi lógicamente proviene del latín nativitas, y nombra eso que comienza, eso que irrumpe, eso que nace. Con el paso del tiempo, la Navidad se transformó en un acontecimiento global, religioso y cultural, compartido incluso por quienes no profesan la fe cristiana. Pero su sentido profundo sigue siendo el mismo: celebrar un nacimiento. Los primeros cristianos no celebraban el nacimiento de Jesús, sino su resurrección: la Pascua. Recién en el siglo IV, bajo el Imperio de Constantino, la Iglesia fijó el 25 de diciembre como fecha para conmemorar la Natividad.
No por una exactitud histórica, sino por el valor simbólico de ese acontecimiento: recordar que algo nuevo puede nacer incluso en medio de la noche. Y es ahí donde aparece, con toda su fuerza, un concepto con el que durante mucho tiempo me choqué sin terminar de comprenderlo del todo: la Natividad. Los Evangelios de Mateo y Lucas narran ese nacimiento de un modo deliberado y profundamente político en términos simbólicos. No hablan del nacimiento de un rey poderoso, ni de un niño rodeado de privilegios. Hablan de un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre, porque no había lugar para él. Un niño nacido fuera del centro de poder, en la periferia, en un contexto de fragilidad absoluta. No hay gestos de poder en esa escena. Hay sencillez, silencio y fragilidad. El contraste es intencional.
Como ha señalado el papa Francisco, “el palacio de Herodes queda al fondo, cerrado, frío, sordo al anuncio de la alegría”, mientras que la vida nueva irrumpe en lo pequeño, en lo sencillo, en lo común. Los primeros testigos de ese acontecimiento no fueron los poderosos, sino los pastores: los que vivían en lo simple, los que todavía tenían tiempo para lo esencial. La Natividad nos propone una idea potente y profundamente humana: lo verdaderamente valioso no nace del poder, sino de lo sencillo del cuidado. Habla de fragilidad, de ser recibido por otro, de saber que dependemos de una comunidad, de comenzar desde lo pequeño. Afirma algo esencial: toda vida importa, toda comunidad se funda en el encuentro y en el cuidado mutuo, y nadie se realiza solo.
No hay realización individual posible si no hay comunidad que abrace, contemple y acompañe. Por eso la Navidad se convirtió, con el tiempo, en un rito colectivo. Una pausa en el tiempo. Un reencuentro. Una mesa compartida. Un abrazo. Un perdón. Un volver a mirarnos. Cada noche del 24, ese mensaje se actualiza. No es nostalgia, no es un mecanismo de consumo, y no celebramos solo un hecho del pasado. Celebramos la posibilidad de que el mundo pueda empezar de nuevo.
La Navidad nos recuerda que la esperanza no viene de arriba ni del dominio, sino de abajo, de los vínculos cotidianos, de la persona que está a nuestro lado, si somos capaces de mirarla con atención. En un tiempo atravesado por la crisis, el cansancio, el aturdimiento y la fragmentación — cuando pareciera que no estamos en ningún lado porque queremos estar en todos— la Navidad no sirve para negar la realidad.
Sirve, justamente, para detenernos, para bajar el ruido, para no quedar sordos como en el palacio de Herodes. Sirve para recordar que el tiempo no nos pertenece: nosotros transcurrimos en él, y que cada encuentro es único e irrepetible. Tal vez el desafío de esta Navidad sea ese: detenernos, mirarnos, escucharnos, recuperar la cercanía. Bajar el ruido. Bajar por un momento el teléfono. Volver a la mesa. Estar presentes. Como me decían hace unos días: tenemos que celebrar que estamos vivos. Y mientras estamos vivos, hay esperanza.
Jesús nació en una fragilidad extrema, entre los humildes, mostrando que la transformación del mundo empieza desde abajo, desde lo sencillo, desde el cuidado. Nada ligado al dominio ni a la prepotencia de los que “tiran posta”; todo ligado a la cercanía y al reencuentro con lo real. Que esta Natividad nos encuentre juntos, mirándonos con ternura, y con la convicción de que, incluso en la fragilidad, siempre puede volver a nacer algo nuevo. Con mucho afecto y compromiso.
(*) Concejal de Paraná.


