Selva Almada: “Cuando mejor te va, menos energía te queda”

Selva Almada

Entrevista con la escritora entrerriana, en su residencia en la localidad bonaerense de Abasto. Foto: Juan Manuel Foglia - Clarín.

Por Guillermo Naveira, para Clarín.comViva

“Esta la hice con mi hermana”, dice y continúa caminando hasta la galería de madera de su monoambiente hecho en un container de aproximadamente quince metros cuadrados en la localidad bonaerense de Abasto, desde donde resiste la cuarentena desde hace casi siete meses, a cincuenta kilómetros de la Capital Federal.

La pandemia la encontró en Entre Ríos, en el medio del rodaje de Jesús López, una película que escribió junto con el director Maximiliano Schonfeld. Ante el rumoreo de la falta de transporte de larga distancia, y por temor a quedar varada, decidió adelantar su regreso a Buenos Aires. Llegó el mismo día en que el Presidente anunció la cuarentena.

“Agarramos los animales y nos vinimos para Abasto, pensando en que quizás se alargaba un poco este tiempo”, explica.

Alrededor, las casas de chapa, como si fueran una réplica, van completando esa especie de barrio cerrado creado por intelectuales y artistas. Hoy, una tierra casi desierta, habitada solamente por ella y Gabriela Cabezón Cámara, otra reconocida escritora argentina. Selva contempla el paisaje: las casuarinas, los ciruelos, las rosas salvajes, el limonero que antes estaba en la terraza de su casa y un fuego, mezcla de carbón con leña, al que vigila de cerca.

En noviembre de 2019, Almada ganó el First Book Award de la Feria Internacional del Libro de Edimburgo, en Escocia, por su primera y exitosa novela, El viento que arrasa, que tuvo mucho éxito tanto en la Argentina como en el exterior. Ahora, acaba de publicar No es un río, que cierra una trilogía que se completa con Ladrilleros.

-Selva, de chica te mudaste a Paraná con la idea de ser periodista. ¿Podría decirse que eso te abrió un mundo nuevo para todo lo que vendría después?

-Sí, totalmente. Viví en Villa Elisa, mi pueblo natal, en Entre Ríos, hasta los ‘90, y a los 17 años me fui a Paraná, con una amiga de la escuela, para estudiar Comunicación Social. Fuimos en el verano y señamos una pieza en una pensión, cerca del hospital San Martín, donde nos alojó una viejita con bastón, muy amorosa. Eran casas tipo chorizo. En los cuartos de adelante había pibes con libertad condicional. Venía la cana a cada rato a controlar, a pedir informes junto con los asistentes sociales.

-Digamos que no era un lugar convencional.

-Atrás, se encontraba una piecita donde vivía un matrimonio de gitanos, por las noches se oían los golpes que la mujer recibía. Y por último, había otra pieza enorme con varias cuchetas, donde vivían las chicas que eran trabajadoras sexuales. También paraba gente que venía a cuidar a algún familiar que estaba en el hospital. Todo era un ir y venir de personas que te cruzabas en la entrada de la casa, que no sabías quiénes eran y no volvías a ver nunca más.

-Un ritmo abrupto para alguien que venía de una ciudad más chica.

-Estuvo buenísimo, fue como una apertura al mundo. En mi familia siempre fuimos bastante abiertos, así que yo no era prejuiciosa. De repente, te encontrabas compartiendo una pizza y jugando al truco con la Hilda, una piba que tenía nuestra edad, que se prostituía y lo ocultaba diciendo que limpiaba casas. O recorriendo la zona roja, que en ese momento estaba cerca de la terminal, para hacer un trabajo para la facultad junto al chico gay que se hacía unos mangos extras, además de limpiar la pensión a cambio de la cama. Ahí vivimos un año, curtiendo realidades y vida diferentes.

-¿Cuándo te diste cuenta que en realidad querías escribir ficción?

-Estuve tres años en la carrera. Yo veía en el periodismo un sentido de justicia, de verdad. Me interesaban los temas sociales y me parecía que desde ahí los podía contar. Empecé a escribir ficción medio accidentalmente, gracias a un taller que daba María Elena Lotringer, una docente que se encargaba de tirar consignas más creativas que periodísticas. Salvo la parte de redacción, todo lo otro que implicaba la universidad carecía de interés para mí. Indagando, me puse a pensar que capaz lo que yo realmente quería era escribir cuentos y no notas.

-¿Ahí fue cuando te pasaste a la carrera de Letras?

-Exactamente, esa la terminé… y me di cuenta de que quería ser periodista (larga una carcajada irónica). Cuando empecé el profesorado, en la bienvenida, la rectora nos dijo: “Acá vienen a ser docentes, si alguien tiene pensado ser escritor pierde el tiempo”. Malísimo, acababa de dejar la otra carrera. Más allá de eso, literatura estuvo bueno. Había un par de profesoras que nos apoyaban un montón, nos estimulaban y una podía compartir lo que escribía.

-Igual, con el tiempo terminaste ejerciendo como docente.

-Es verdad. Cuando vine a Buenos Aires, en 2001, di clases un año y pico en un colegio de la zona de Constitución. Era un bachillerato acelerado, donde iban adolescentes a los que echaban de todas partes, que no pasaban nunca de año. Les llevaba cosas copadas para leer, como por ejemplo Bukowski. Pero todo les daba lo mismo. Hablaban entre ellos y dormían. Era un caos.

-¿Y qué hacías, qué lectura les dabas?

-Un día, llevé El niño proletario, de Osvaldo Lamborghini, y me puse a leer. De golpe, todos se empezaron a callar y se quedaron así (abre la boca). Fue la única vez que me dieron bola. Crisis post 2001, creo que el colegio cerró. Después trabajé en el Hospital Durand durante un tiempo. En una fundación relacionada a la salud. Y finalmente, en el Hospital Ramos Mejía, como administrativa. Mi escritorio estaba en el depósito de material descartable junto con los medicamentos.

-¿Para ese entonces ya habías empezado a publicar tus primeros libros?

-Ya había publicado Mal de muñecas, en un proyecto editorial que tenía con unos amigos (2003). Estuve varios años en el Ramos. En esa época apareció Niños, que salió por la Universidad de la Plata en 2005. Después de publicar Una chica de provincia (Editorial Gárgola, 2007), me animé a dar talleres.

-¿Cómo te iba con eso?

-No iba nadie, lo dejaban todo el tiempo y tenía amigos infiltrados que me hacían el aguante y algo de bulto. De cierto modo, me la jugué. Así que en 2010 renuncié, tampoco quería quedarme toda la vida en un hospital. Había terminado El viento que arrasa un año antes y ya comenzaba a mostrar esa novela en algunas editoriales. Cuando vio la luz en 2012, empecé a tener más alumnos.

-¿Te sorprendió que Beatriz Sarlo se detuviera a hablar sobre El viento que arrasa?

-Sí, me sorprendió. Como me sorprendió todo lo que pasó después con el libro. Yo había estudiado a Sarlo en la facultad, es de las críticas literarias más importantes de la Argentina, así que claro que fue importante que reparara en mi novela. Y más allá de la crítica súper elogiosa que hizo en el diario Perfil, ella fue una gran impulsora del libro en muchos ámbitos. Tiempo después me contó que se lo había regalado a un montón de amigos.

-¿Este fue el punto de inflexión que te dio todo lo que alcanzaste en la literatura?

-Me dio exposición, lectores, legitimidad o cierto prestigio, eso es verdad. Yo antes había publicado otros libros con los que no había pasado nada. Y seguramente, este es mejor que mis textos anteriores de cuentos. Pero para mí, cada libro nuevo que emprendo es más importante que el anterior, en esa singularidad que los representa. Lo cierto es que cuando explotó El viento que arrasa fueron años de viajar un montón. Lo cual estuvo buenísimo y al mismo tiempo trajo una paradoja.

-¿Cuál?

-La que te enseña que cuanto mejor te va, menos energía y tiempo te quedan para escribir, y también te queda menos cabeza. Y al decir “mejor te va” me refiero a que te reconozcan, te inviten a festivales o a ferias, que es un poco como decir: “Ah, lo que estoy haciendo tiene repercusión”. Yo soy súper rutinaria. No escribo en cualquier lado, lo hago en mi casa. Necesito soledad y silencio. No tengo mucha concentración. Así que imaginate.

-Con Chicas muertas lograste trabajar un registro de no ficción, anticipatorio al movimiento Ni Una Menos ¿Cómo fue meterte en ese universo de femicidios?

-Sí, es cierto lo que decís: el libro se publicó un año antes del Ni Una Menos. Chicas muertas es una crónica sobre femicidios, pero también habla de cómo se construyen o reaccionan las comunidades cuando alguien mata a una mujer. De hecho, para mí, el libro pasa más por eso. El femicidio es el disparador para hablar de otra cosa, que en definitiva es lo complicado de abordar el tema. A medida que iba investigando y adentrándome en esos tres asesinatos, descubría que no es un caso policial, es un relato cultural que se va armando. Por eso no hay revelaciones, no se descubre nada nuevo. El libro se centra en esas comunidades donde se cometieron los asesinatos y en lo que era ser mujer en ese contexto social o, por lo menos, en lo que era serlo en los ‘80.

-Alguna vez definiste a El mono en el remolino, el libro que escribiste durante el rodaje de Zama, la película de Lucrecia Martel, como un capricho. ¿A qué te referías con esa afirmación?

-Es un capricho, sí. Porque son apuntes o retazos de notas sobre el rodaje. Si buscás saber algo de la película, ahí no lo vas a encontrar. Justamente, lo que me interesaba era todo lo que rodeaba al set. Esa mezcolanza de actores profesionales con personas que iban a actuar, que eran de comunidades indígenas como los Qom o Pilagás, o los chicos negros haitianos que vivían en Resistencia. Fue una experiencia rara pero hermosa. De mucha observación. Y el libro que salió es extraño, pero me encanta.

-Sos una de las discípulas más emblemáticas del escritor Alberto Laiseca; cuando a él lo velaron en la Biblioteca Nacional, dijiste: “Era mi casa”.

-Lo sentía así, como una casa. Cuando me vine a Buenos Aires lo primero que hice, por consejo de un amigo, fue hacer un taller con Laiseca en el Centro Cultural Ricardo Rojas. Mi relación con Lai empezó ahí y duró 17 años, hasta su muerte. Fue de una cercanía profunda. Y se volvió fundamental para mí como persona, pero sobre todo como escritora, es mi maestro.

-Muchos escritores hablan de la influencia fundamental que tuvo Laiseca en sus talleres. ¿Qué características tenía?

-El ejercía y estaba en un rol comprometido con sus discípulos. Ya desde el vamos había una cosa más mística en relación a la escritura, la literatura y a la entrega. Cualquiera de nosotros, a lo sumo, podemos aspirar a ser buenos coordinadores de un taller pero no llegamos ni por asombro a ese nivel de magia. Incluso, el vínculo era extraliterario. Cumplimos el papel casi de una familia. De hacer cosas que cualquiera le haría a sus padres, con alguien que no lo era. Cuando Alberto Laiseca murió, se llevó con él a toda una generación de escritores.

-Tu nueva novela, No es un río, estuvo relegada durante mucho tiempo ¿Por qué tardó tanto?

-Es cierto que la abandoné muchas veces. Durante un tiempo estuve en un estado en el que no me sentaba a escribir, pero sentía como si atrás de mi cerebro, entre la corteza y el hueso del cráneo, se estuviera escribiendo sola. La empecé en 2013 y la terminé en febrero de este año. En el medio estuvo plagada de interrupciones, de viajes. Hice una pequeña residencia en Fosdinovo, Italia. Ahí sí tuve tiempo y silencio. Pero no me gustó el tono y la dejé reposar. Algo que estuvo buenísimo, porque un montón de cosas que desconocía de la trama se fueron armando en esos paréntesis. En eso de ir y volver. Crecieron personajes que primero eran muy marginales. Apareció Siomara, esta mujer que tiene todo ese mambo con el fuego, que está desesperada porque murieron sus hijas.

-Algo te llamaba a seguir escribiendo, a terminar esta novela con personajes masculinos que van a pescar.

-Probablemente, escribo desde la interpelación. Ir a pescar es una cosa súper habitual en los pueblos y un ritual bien masculino. Me daba mucha curiosidad qué hacían ahí esos hombre solos, tres o cuatro días fuera de la casa. Enseguida se me armó el universo porque era algo que había visto de chica, que había experimentado desde el margen. En definitiva, me atrajo porque escribir y pescar son dos actividades muy parecidas. Laiseca me enseñó el ejercicio de la paciencia. Cuando tirás un anzuelo al agua hay que saber esperar y cerrar la boca. Para que el relato hable. Esta es la primera novela que escribo en soledad, sin mi maestro.

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