Julián Pasternak
Para afrontar el hastío de la libertad (todas las posibilidades del mundo al alcance de la mano, y yo aquí encerrado en un cuarto piso) fuimos el viernes a ver la luna de cerca. El observatorio de La Nueva Esperanza está metido en la ciudad, a 20 o 30 cuadras de cualquier lado, en el medio de una plaza que antiguamente ocupaba una cancha de fútbol sin césped. Llegamos antes de las 21, y no esperábamos nada. Ni siquiera que estuviese abierto, pero estaba. Fuimos pasando, casi sin preguntar, por las puertas que encontramos abiertas, y subimos unas escaleras hasta llegar a la cúpula oscura, solitaria, donde está el telescopio. “¿Sos vos, Gabriel?”, preguntó un tipo desde algún lado cuando escuchó los pasos. “No”. “¿Quién es?”. “Nadie. Venimos a ver”. El tipo, con un traje gastado por el uso, abrió la puerta de una oficina y nos miró detrás de los anteojos. Su rostro dibujaba un reproche. No era contra nosotros: era un reproche mudo contra el mundo. No dijo casi nada. Subió por la escalerita hasta el telescopio, abrió la cúpula, y se puso a buscar las coordenadas de la luna. Después que la encontró abandonó la silla. “Suban”, dijo, “vean”. Y se sentó detrás de la mirilla para orientarnos en el viaje. La luna estaba en cuarto creciente y se veía nítida, repleta de cráteres, cruzada por la sombra y fragmentada por manchas grises. “Las manchas grises son los ‘mares’ de la luna. En algún momento se pensó que una gran parte de la superficie lunar estaba cubierta de agua”, dijo. “En la parte donde es de noche, la temperatura es de unos 200 grados centígrados bajo cero aproximadamente. Hace frío”, dijo.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)