Por Beatriz Grand de Jiménez (*)
A Agustín lo recuerdo con mucho afecto, era un hombre muy agradable que vivía humildemente. Trabajaba como médico traumatólogo en el Hospital San Martín y tenía su consultorio en calle Rivadavia, donde alquilaron una casa él y su esposa, frente a la Escuela del Centenario. Todos decían que era muy audaz. Lo demuestra el hecho de haber sido detenido por la dictadura de Alfredo Stroessner, de la que logró huir, en complicidad a muchas personas, cavando un túnel y logrando finalmente su libertad. Recuerdo que una noche estuvieron en mi casa algunos de los que participaron de ese operativo, que contaron cómo fue que lograron sacar a Agustín de allí. Él recordaba esas torturas terribles que había sufrido y siempre contaba que si lo detenían nuevamente no lo iban a agarrar con vida, daba a entender que se iba a suicidar pero después no fue así.
Se vino a la Argentina y se radicó en Misiones, ahí sufrió varios intentos de secuestro. Una vez contó que estaba en el jardín de su casa con sus hijos y se metieron unos hombres, pero logró zafar la situación y hacerlos huir. Se sospechaba que estaban complotados con la Policía de la zona. En otra oportunidad contó que iba navegando en canoa y hubo otro intento de llevarlo. A raíz de eso se vinieron a vivir a Paraná. Como mi esposo también era paraguayo, recaló en el negocio que mi marido tenía sobre calle San Martín, la marroquinería Los Norteños. Ahí se juntaban a tomar tereré y hablar guaraní.
Mariano Jiménez, mi marido, también vino al país luego de una revuelta social cuando tenía 16 años, durante el gobierno anterior a Stroessner, de manera que conocía los pormenores políticos en Paraguay y la trayectoria de Goiburú, a quien admiraba, por lo luchador que era, aunque no tenían la misma postura política: Agustín pertenecía al ala izquierda del partido de Stroessner. Mi esposo era más bien liberal, de los azules. Mariano también decía que si alguien algún día lo podía matar ese era Goiuburú, porque era muy valiente. Además, era de modales más bien suaves, tranquilo, no denotaba que fuera un líder, aunque era líder entre su gente.
Días previos a que lo secuestraran, Agustín fue citado a la Policía Federal. Siete meses antes habían detenido al hijo que estudiaba en Corrientes y al dejarlo libre argumentaron que lo habían confundido con su padre. El viejo ya decía: “Me están buscando a mí”, aunque él actuaba públicamente, no estaba oculto de nadie. Más adelante, nos dimos cuenta de que ese llamado de la Policía, que se repitió durante varios días donde lo hacían sentarse en la sala de espera y retenerlo por unos papeles, en verdad era para que fuera reconocido. Delante de él pasaba y pasaba gente y lo miraban. Era para que lo reconocieran, porque en sí no lo citaron para nada concreto.
La última vez que estuvimos con él fue en un asado en mi casa de calle Catamarca, y él ya había advertido: “Hay un tipo que hace rato que lo veo frente a mi casa y ahora me ha seguido hasta acá”. Estaban estudiando todos sus movimientos por lo que la familia hablaba de irse para el sur del país. Sin embargo, él no pensaba que lo fueran a secuestrar vivo. Y después, pasó lo que pasó: simularon un choque sobre su auto, cuando estaba trabajando en el hospital, salió y se lo llevaron.
(*) Amiga en Paraná de Agustín Goiburú.