José Carlos Elinson
(especial para ANALISIS)

Dicen que Cornelio Saavedra dijo que era menester tanta agua para apagar tanto fuego cuando, según algunos, se sorprendió y, según otros, debió parecer sorprendido por la muerte de Mariano Moreno en alta mar.

Hoy, con la muerte del doctor Raúl Alfonsín acaso debamos pensar que hicieron falta tantos años de desencuentros, de tropelías, de usufructo de los espacios de poder en beneficio de hombres y mujeres con nombres y apellidos que habían jurado trabajar “por la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación”, para que los acontecimientos a los que necesariamente hay que encuadrar en su correspondiente marco histórico, que desdibujaron su gesta, adquieran definitivamente su verdadera dimensión y pongan al descubierto virtudes que muchos trabajaron para ocultar al amparo de la hiperinflación y de aquella decisión de resignar anticipadamente la primera magistratura.

Los campos minados durante la guerra no dejan de ser minados porque en algún despacho se firme la paz.

Exige mucho trabajo liberarlos de los artefactos letales, tanto tal vez como retomar la conciencia de la paz.

La República Argentina fue durante los años de la dictadura un campo minado. Uno sabía por dónde caminaba pero ignoraba si llegaría a destino. Y esto es mucho más que los Falcon verdes y el terrorismo de Estado en términos de sangre y fuego. La Argentina fue un campo minado en lo político, en lo social, en lo cultural y en lo económico entre otros derechos elementales conculcados por quienes entendían que el miedo y la falta de comunicación jugaban a favor de sus propósitos inconfesables –o no tanto–.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)