Camps, el paranaense que nadie quiere recordar

Edición: 
1039
Semblanza del general del terror, en el libro “Los monstruos”, de Hugo y Vicente Muleiro

Por Vicente y Hugo Muleiro

Ramón Camps fue condenado como uno de los represores más monstruosos de la dictadura cívico-militar por setenta y tres secuestros seguidos de asesinato, entre los centenares de crímenes de los que fue acusado, con involucramiento personal directo, y por el aparato torturador y matador que organizó, puso en marcha y condujo en la provincia de Buenos Aires, como jefe de su temible policía. Un sistema para disponer de víctimas directas y amedrentar a la población que ensayó con precisión minuciosa en La Pampa y con el que comenzó a satisfacer su vocación de genocida aun antes de que el gobierno constitucional fuera asaltado, el 24 de marzo de 1976.
No fue un asesino silencioso ni se mantuvo en las sombras: usó los espacios apropiados por la dictadura y los que se pusieron al servicio del régimen para hacer una defensa descarada de sus acciones, que prolongó ya recuperada la democracia. Envalentonado, habló para la prensa
internacional sobre muertos y desaparecidos, arriesgó cifras con tal alevosía que el gobierno iniciado en 1983, titubeante al momento de hacer frente a los represores, se vio forzado a poner en marcha un proceso dirigido directamente a él.

Le gritó al mundo su fanatismo anticomunista, su antisemitismo furioso, convencido de que una «guerra» ganada da derechos especiales a los triunfadores, a diferencia de lo que había sucedido, solía decir, con el criminal nazi Adolf Hitler.

Se jactaba de haber participado de balaceras con supuestos enemigos armados. No era incapaz de observar la realidad, definir contornos y actuar en consecuencia. No estaba solo en su posición y, cuando empezaron a proliferar denuncias en su contra, encontró que los responsables civiles del régimen matador le reconocían los servicios prestados, como cuando escribió Caso Timerman. Punto final, el libro con el que mantuvo las diatribas contra el periodista que fue su víctima en el aparato exterminador.

El 21 de octubre de 1982 La Nación publicó el artículo titulado «Un libro del general Camps», que incluía «el testimonio directo de Timerman, tal como fue expuesto íntegramente, a lo largo de los interrogatorios y de los careos durante su detención». Descubría que ya en el prólogo «queda expresado el apasionamiento vital» con el que Camps condujo a la Policía Bonaerense y «el grado de compromiso moral con que se siente ahora tomado por la historia», para refutar «con argumentaciones severas y testimonios objetivos y valederos» la decisión de liberar a Timerman y las denuncias de torturas que este formuló en su obra Preso sin nombre, celda sin número».
El respaldo a Camps incluyó una de sus afirmaciones más perversas: «El empleo de la fuerza para doblegar la violencia no implica odio, pues no es otra cosa que la búsqueda afanosa del amor».

En suma, el represor tenía compañía y soporte: el sustento civil, expresado en páginas oprobiosas del periodismo nacional que siguió respaldando su visión del mundo mucho después, cuando se renovaron ya en el siglo XXI intentos por bloquear los juicios por los delitos de lesa humanidad.
Camps no es en la historia reciente del país el eslabón dislocado de un sistema que tuviera mejores intenciones: hizo lo que se le pidió, lo que se esperaba de él, si bien con una dosis indisimulable de entusiasmo e identificación personal y adhesión a un proyecto que no se agotó con su caída, que es permanente y no descansa. También unos párrafos de La Nación, de febrero de 1982, podrían ser retocados en unos detalles y ser publicados tres o cuatro décadas después. Al recordar que se estaban por cumplir seis años «desde que las Fuerzas Armadas asumieron el poder para combatir a la subversión y establecer las condiciones de estabilidad constitucional», el artículo incluyó entre esas condiciones una «esencial»: «modificar la creciente estatización que ha llegado a frustrar los mejores impulsos creadores de la comunidad, al presionar negativamente sobre la iniciativa privada».

Dos días después de esas líneas que reivindicaron el terrorismo de Estado por estar orientado expresamente a dejar el país a merced de la voracidad oligárquica, el 4 de febrero, hubo una generosa dedicación de espacio a Carlos Guillermo Suárez Mason, el general que hizo eje con Camps para darle la máxima potencia a la maquinaria represiva.

También La Prensa, cuando estaba en marcha el proceso hacia las elecciones de 1983, salió en defensa de Camps en su choque con Francisco Manrique. Lo que el todavía vociferante jefe policial causaba con sus declaraciones sobre los desaparecidos era una manifiesta incomodidad de sectores militares y civiles que apostaban a un silenciamiento sobre la represión ilegal, aunque las condiciones locales e internacionales parecían volver imposible esa pretensión. Él recibía la lealtad de las empresas que, gracias a sus secuestros, intimidaciones e interrogatorios bajo tortura, habían conseguido quedarse con la llave maestra del sistema mediático: Papel Prensa, de David Graiver, que la dictadura puso en manos de Clarín, La Nación y La Razón.

(Más información en la edición gráfica número 1039 de ANALISIS del jueves 12 de mayo de 2016)

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