
El caso Coccoz de Mansilla volvió a los medios de prensa los primeros días de mayo de este año. No es la primera vez que las historias sobre la familia ocupan páginas en medios de comunicación. ¿Cuál es la complejidad de la situación? ¿Qué se hace para ayudarlos? Ribetes ridículos en un caso gravísimo.
Natalia Buiatti
(enviada especial a Mansilla)
Las palmas de las manos chocaron entre sí. El repiqueteo sonó con eco una y otra vez, sin que nadie acudiera al llamado. Había una mirilla vieja y húmeda, estampada en una puerta de madera despintada. La pequeña abertura se deslizó áspera. Alguien empujó con dificultad del otro lado. Una mujer pálida asomó el rostro sin pronunciar palabra.
--Hola. Me gustaría charlar un ratito con vos.
--¿Quién sos?
--Soy cronista de Paraná.
--¿Qué?
--Cronista de Paraná.
--¿Periodista? No, no queremos atender periodistas.
La ventanilla volvió a cerrarse con torpeza. Estaba en el medio superior de una puerta baja, petisa como toda la casa. Las paredes y aberturas breves tenían un tapiz doble. Por un lado, una capa gruesa de moho que recubría toda la superficie. Por otro lado, un poco más afuera, un perímetro de vegetación tupida y silvestre que ocultaba toda la vivienda. La luz del sol entraba por rendijas minúsculas que dejaban hojas y ramas. Había vegetación joven, tierna y de un verde reluciente. También había vegetación muerta. Hojarasca marrón y dorada enredada en alambres, o colgando con pesadez de árboles altos. Era maleza con el último aliento de vida, un tejido cerrado de matorrales que quitaba toda bocanada de aire a la vivienda, asfixiándola.
El barrio tiene calles anchas, casitas humildes con patios prolijos, jardines amplios y tapiales pintados. En tardes de otoño, el aire se mezcla con humo de chimeneas y el oxígeno se vuelve denso. Los vecinos observan los movimientos de foráneos con detenimiento. Nadie se acerca ni responde con confianza las interpelaciones de gente desconocida. Pero cuando se insiste un poco, terminan abriendo la puerta de sus casas cálidas y no tardan en encender el parloteo.
“Cuando murió mi papá no vino, cuando murieron mis otros hermanos tampoco. Hace muchos años que no la veo. No puedo ir porque no atiende a nadie. A nosotros no nos deja entrar. Ni nos saluda, cruza por al ladito, pasa agachada y no saluda”, cuenta Blanca Pereyra a ANÁLISIS. Habla así de su hermana, la concubina de Horacio Coccoz.
Blanca recuerda que perdió el vínculo con su hermana y la pareja hace muchos años. Dice que la mujer dejó de ver a los hijos que tuvo con otro hombre, cuatro varones que a ella sí van a visitarla. También menciona a sus sobrinas, las hijas de Horacio Coccoz. “Las dejé de ver desde chiquitas. No sé por qué las tiene así, no sé”, lamenta.
Es que Horacio Coccoz mantiene aislada a su familia hace más de 20 años. Algunos dicen que “no lo hace de malo” sino que es producto de una severa afectación mental. Otros dicen que la familia no está aislada, porque de vez en cuando se ve a las mujeres caminando en fila y esquivando todo contacto social.
Para ser riguroso hay que decir que Horacio, es víctima del terror más espeluznante, aquel que infundieron los regímenes dictatoriales en el país. Fue detenido cuando tenía 19 años, el 15 de abril de 1971. Se lo llevaron a él y su hermano, Javier Coccoz. Los dos eran miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), y fueron privados de su libertad mientras Alejandro Lanusse estaba al mando. Estudiaban en Rosario pero provenían de la pequeña comunidad de Mansilla, Entre Ríos.
(Más información en la edición gráfica número 1111 de la revista ANALISIS del jueves 4 de junio de 2020)