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El boliche de Ruli Ronchi, memoria viva de María Grande

El boliche de Héctor “Ruli” Ronchi en María Grande hace del mostrador un altar cotidiano de la memoria.

El boliche de Héctor “Ruli” Ronchi en María Grande hace del mostrador un altar cotidiano de la memoria.

Guido Emilio Ruberto

Hay rincones en los pueblos entrerrianos que parecen resistir el paso del tiempo. Espacios donde las paredes guardan conversaciones de generaciones y los mostradores se vuelven altares cotidianos de la memoria. El boliche de Héctor “Ruli” Ronchi en María Grande es uno de esos lugares. Solo hay que llegar hasta esa esquina que recuerda al presidente Arturo Illia y al Mahatma Gandhi, por el camino que lleva a la sociedad rural.

La historia comenzó en 1962, cuando el padre de Ruli decidió dejar el trabajo del campo y probar suerte en el comercio. Con esfuerzo levantó un almacén de Ramos Generales en un pueblo que, por entonces, era apenas una cuarta parte de lo que es hoy. “Las calles eran de tierra”, memora “el Ruli”, como todos lo conocen desde siempre. Hay que imaginar un poco esos caminos polvorientos en el verano y el paso de los caballos, sulkys y carros. Y contrastarlo con las 4x4 relucientes que pasan rápido por el pavimento actual.

“Era la época del caballo”, recuerda Ruli con sus 83 años, de pie detrás del mostrador. Su voz parece traer de regreso la escena: las escuelas rurales abarrotadas de chicos que llegaban montados en sus zainos, los alambrados llenos de riendas y monturas. “Antes uno veía caballos, ahora autos. Bicicletas y autos. Casi que no quedan caballos en las escuelas”, dice con nostalgia.

En aquellos años, el almacén vendía de todo: arroz, harina, fideos, yerba, azúcar. Todo en bolsas de 20 o 50 kilos que se fraccionaban en porciones más pequeñas para los vecinos. También querosén, en tambores de 200 litros, indispensable para los faroles y las heladeras de campo, porque la electricidad todavía no llegaba a todas las casas. El olor penetrante del combustible se mezclaba con el aroma seco de las bolsas de harina y el pan casero o la galleta de campo con la cáscara crujiente.

De carros, sulkys y caballos: los años fundacionales

La familia Ronchi, inmigrantes italianos, se había esparcido por la región: algunos en Colonia Nueva, otros en Cerrito, en Nogoyá o en La Picada. Pero en María Grande quedaron ellos, arraigados en el pueblo y con el almacén como núcleo de una vida comunitaria que se construía entre la rutina del trabajo rural y el encuentro en el boliche, esos templos que resisten el paso del tiempo.

El padre de Ruli atendió hasta fines de los años ochenta. Después, fue el propio Héctor quien tomó la posta, combinando su empleo en la Compañía Entrerriana de Teléfonos con la posterior responsabilidad de sostener el negocio familiar. “No dudé dos veces”, cuenta, ante la venta de la empresa telefónica y la más que probable pérdida del trabajo. “Le dije a mi padre: déjame mercadería, lo que pueda pagar. Regalado no quiero nada. Y así fue”.

El mostrador, el bar y las reliquias

El boliche de los Ronchi nunca fue sólo un almacén. También fue bar. Y en esa doble función encontró su razón de ser: comercio y punto de encuentro, lugar de provisiones y de amistad. Por esemostrador de madera pasaron miles de copas. “Se tomaba ginebra, coñac Tres Plumas, caña Legui…”, enumera Ruli, como quien abre un catálogo de los sabores de una época. Las partidas de truco y chinchón animaban las noches, y el eco de las carcajadas se mezclaba con el humo de los cigarrillos. Allí se celebraba todo, y en cada brindis se compartía la vida en comunidad.

Con el tiempo llegaron los supermercados y autoservicios, la despoblación del campo y el éxodo hacia las ciudades. Muchos boliches cerraron sus puertas. Pero el de Ruli siguió abierto, sostenido por la fidelidad de una clientela que encontraba algo más que mercadería: la certeza de un lugar familiar, donde el trato era directo y las charlas no se interrumpen por el sonido de un celular. Acá no hay apuro.

Las estanterías, hoy pintadas de verde y con los productos básicos, siguen teniendo ese aire de “todo un poco”: yerba, arroz, fideos, detergente, papel higiénico, velas, baldes, termos. Cada objeto parece hablar del pasado de los Ramos Generales, cuando no había comercio especializado y todo lo necesario se conseguía en el mismo mostrador.

Pero lo que convierte a este boliche en un verdadero testimonio son las antigüedades que Ruli cuida con celo. Una lámpara de querosén de tiempos lejanos, que algún curioso intentó comprar. Boleadoras encontradas en el campo, probablemente de los pueblos originarios que habitaron la región. Un “cuidadoso desorden” que el bolichero conoce junto con viejos objetos que ya no cumplen función práctica, pero que condensan la historia de generaciones. “Esto no se vende. Mientras yo viva, no se vende. Son reliquias”, afirma con una sonrisa bien firme.

El horario hoy es más breve: de seis de la mañana al mediodía. Pero ese tramo de la jornada es suficiente para mantener viva la rutina. A esa hora llegan los trabajadores del frigorífico cercano, o los empleados de los criaderos de pollos de El Pingo, que paran antes de comenzar su día. Un porrón, un vaso de vino, una charla, y el ciclo vuelve a repetirse, igual que hace más de sesenta años.

“Si yo no tuviera esto, me muero. Esta es la vida”, confiesa Ruli, bajo la atenta mirada de su hija que todas las tardes pasa por el boliche para acompañar a su papá. Lo dice mientras nos cuenta que le gusta observar el amanecer, contemplar la naturaleza con la gratitud de quien nació y creció en el campo, y no concibe otra forma de existir.

Patrimonio vivo de la ruralidad entrerriana

El boliche de Ruli está en la esquina de presidente Illia y Mahatma Gandhi, frente a la Virgen del Huerto, en el camino que conduce al predio de la Sociedad Rural. No es un dato menor: desde el siglo XVIII, María Grande fue paso obligado entre La Bajada (hoy Paraná) y la actual Villaguay. En un censo de 1783, ya figuraba como “Pago de María”, cruce de picadas y sendas de monte transitadas por diligencias que transportaban pasajeros y encomiendas.

Hoy, el pueblo ha cambiado. María Grande creció con sus calles asfaltadas, barrios nuevos y un complejo termal que la posiciona como destino turístico. Pero, al mismo tiempo, sigue siendo un pueblo de raíz agrícola-ganadera, donde la producción cerealera y oleaginosa marca la economía local. También un potente parque industrial -sobre la ruta provincial 32- reúne a empresas que se destacan a nivel nacional por su producción metalúrgica.

En ese contexto, el boliche de los Ronchi se vuelve más que un comercio. Es un santuario de la vida rural testimoniada por su propietario, el Ruli. Un lugar donde se encuentran los hilos de la memoria: la inmigración italiana, las jornadas de escuela a caballo, los tiempos del querosén, las noches de truco y ginebra. Todo cabe en esas paredes un tanto despintadas y en ese mostrador que ha visto pasar muchas décadas de historia.

La voz de Ruli, con su tono firme y a la vez afectuoso, transmite la esencia de un modo de vida que se resiste a desaparecer. “Esto es lo que me mantiene vivo”, repite. Y en esa frase hay algo más que una declaración personal: hay un manifiesto sobre la necesidad de preservar los espacios de encuentro comunitario, los lugares donde se custodian costumbres y se transmiten relatos.

Cada boliche de campo que sobrevive en Entre Ríos es un testimonio de la identidad provincial. Porque la provincia fue y sigue siendo eminentemente rural. Y en esos boliches, modestos pero sagrados, se condensa la cultura de un pueblo: liturgias, ceremonias o rituales de tiempos que se van yendo poco a poco empujados por la tecnología que ofrece un grupo de wasap y reemplaza el encuentro…Por eso, el almacén de Ruli no es sólo suyo. Pertenece a María Grande y a la provincia entera, como parte del patrimonio cultural que merece ser cuidado.

Quizás llegue el día en que Ruli ya no esté detrás del mostrador. Pero el eco de su voz, sus anécdotas y la calidez de su atención quedarán grabados en la memoria colectiva. Y entonces alguien, al pasar por esa esquina frente al santuario de la Virgen del Huerto, recordará que allí estuvo un boliche que fue mucho más que un comercio: fue el corazón de una comunidad, un refugio de la ruralidad, un templo sencillo donde la vida se celebraba en cada encuentro.

(*) Este artículo de Guido Emilio Ruberto fue publicado en el portal de Descubrí Entre Ríos.

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