Claudio Cañete
Este año se rescataron, mediante un proyecto, 850 fotografías en el antiguo soporte vidrio pertenecientes al fotógrafo francés Aminthe Geoffroy, que residió en Paraná y Villa Urquiza a fines del siglo XIX y principios del XX. Se trata de imágenes inéditas de la vida cotidiana y social de los dos lugares, fotos que hasta ahora la historia local no había podido considerar en su gran relato. La valoración de la figura de Geoffroy remite al importante papel que cumplieron los fotógrafos extranjeros en Entre Ríos, que dejaron verdaderos testimonios con sus registros.
En la figura de Charles DeForest Fredericks se puede considerar al primer daguerrotipista que se adelantó en el tiempo e hizo las veces de reportero gráfico. DeForest Fredericks fue el más importante de los fotógrafos llegados a la Argentina a mediados del siglo XIX, que luego de un tiempo instaló un prestigioso estudio en Buenos Aires. La primera misión de este fotógrafo fue llegar en bote por el río Uruguay hasta el campamento de Justo José de Urquiza en Arroyo Grande, logrando así fotografiar al caudillo entrerriano en los momentos previos a la batalla. Cabe recordar que el daguerrotipo es una imagen positiva única, sin negativo, registrada sobre una placa de cobre pulida y plateada que emulsiona con vapores de yodo y se revela con vapores de mercurio. La imagen tiene los laterales invertidos, como si se mirara en un espejo, por su complicada combinación química se escurre cuando se la gira por el eje de la visión. A veces se observa en toda su plenitud y contraste, en otras se invierte y aparece como si fuera un negativo. Las imágenes en daguerrotipos son inalterables si se las mantiene en correctas condiciones de aislamiento. Son insensibles al efecto de la luz pero sumamente delicadas al contacto con el aire -que las oxida- y a la manipulación.
Luego del daguerrotipo, el fenómeno fue la fotografía, que llegó a la provincia no solamente gracias a algunos destacados sino también por un sencillo inmigrante que conocía esta práctica y la había incorporado a su cultura. Para ellos, eso de “sacarse fotos” ya era una costumbre y fueron quizás los primeros clientes de estos fotógrafos que poco a poco se instalaban, soñando hacer las grandes producciones de la época.
En el número 65 de la calle 9 de Julio de Paraná -en la actualidad esa numeración corresponde al local donde estuvo el viejo Cine Atlas-, y a una cuadra de la Plaza 1º de Mayo, novios, militares con despampanantes uniformes, niños disfrazados y señoras ataviadas asistían al Estudio Fotográfico de Aminthe Geoffroy. En ese lugar, parados o sentados delante de escenografías pintadas, complementadas por pequeños muebles, cortinados y columnas, este hombre los retrataba, serios, estáticos, bajo los formales cánones del retrato plasmado desde la pintura, ya que aún no había otra referencia desde lo visual. De hecho, en la segunda mitad del siglo XIX, la fotografía entró en debate con la pintura, poniendo en jaque algunos postulados tradicionales: “La fotografía tiene la capacidad de reproducir lo real en una forma muy precisa que la pintura no tiene. Pero eso no es belleza, está ausente la imaginación de lo que soñó el pintor representar”, decían. Lo cierto es que de este cruce sale la explicación de por qué la foto familiar y social de la primera parte del siglo XX es rígida y austera, y más bien parecen retratos pintados. Es que además sacarse una foto era todo un acontecimiento o, en todo caso, un acontecimiento dentro de otro.
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