F. P.
“¡La pintura es libertad! Cuando uno salta, también se puede caer en el lado falso de la cuerda. Pero si uno no quiere arriesgarse a caer de bruces, ¿qué se puede hacer entonces? En ese caso lo mejor es no saltar.”
Pablo Picasso
Hacía días nomás que Gabriel Eduardo Bellmann había festejado su 51º cumpleaños. Nadie esperaba su partida. El corazón le falló de golpe el sábado, mientras cenaba con amigos, satíricamente, médicos. Él gustaba de la ironía de la vida, dicen sus afectos cercanos que también lo recuerdan afectuoso, solidario, de gran humildad y muy bajo perfil. No deambulaba demasiado por los circuitos culturales, más bien se atenía a su círculo, intensos vínculos con quienes intercambiaba pareceres y reflexiones sobre música, cine, literatura, plástica e ideologías.
“Era un exquisito sibarita”, dijo con profundo dolor la profesora e investigadora Liliana Petrucci, madre de su hija Greta, de 12 años. Su gran dedicación y pasión por la pintura se materializaron en importantes cuadros pero también en la búsqueda permanente. “No era complaciente. Era honesto con su trabajo en el que ejercía la apuesta, el atrevimiento pero no irreverente sino de gran seriedad, pues lo sagrado siempre estuvo presente en su obra”, expresó Petrucci.
Guillermo Hennekens recordó que se conocieron a fines de los 70, cuando Bellmann pintaba y atendía un pequeño local de venta de arte en Carbó y Belgrano. Recién 10 años más tarde, ya Hennekens vuelto de México y Bellmann de Europa, desarrollaron una amistad más profunda. Se reunían durante las noches en el Taller Nuestro Lugar para trabajar figuras humanas sobre papeles escenográficos, con mucha fuerza y color, características habituales en la obra de Bellmann. Sin embargo, una experiencia clave para ambos fue la que compartieron junto a Juan Gerardo Tati Zapata, otro plástico central en la historia del arte entrerriano. Armando Salzman les ofreció lo que hoy es la sala 2 de La Hendija para trabajar. En ese entonces, el centro cultural recién se estaba gestando, naciendo desde los escombros de un galpón semi abandonado que había sido un antiguo taller mecánico.
Todos sentían que eran parte de un proyecto en construcción y lograron una gran potencia de grupo, siendo para los artistas una etapa determinante en lo que respecta a la creación y a la discusión sobre el arte. Mucha gente iba e intercambiaba ideas, y así surgieron proyectos varios como la galería de arte, boletines con la oferta cultural de la época y muestras. “Gabriel y yo aprendimos mucho respecto a la formación y experimentación en el trabajo grupal. Las pinturas siempre estaban teñidas de la experiencia del otro”, dijo Hennekens. “Él era el que ponía la música, siempre con gran discografía”. También destacó el permanente respeto que se profesaron aunque hubiera diferencias, y la gran sensibilidad de Bellmann que unía con su inteligencia al momento de pintar; muy consecuente además con sus creencias.
Al principio, su obra mostraba más líneas y estructuras que después fueron dejando lugar al predominio del color. “Tenía una gestualidad muy fuerte, era vivencial respecto al cromatismo y a la forma. Trabajó la figura humana y su deformación, tenía un carácter expresionista en el sentido de una figuración más abierta y actual”, dijo. Otro de sus proyectos recordados fue Aduana, un espacio cultural que funcionó en los 90 en calle Tucumán casi Rivadavia, donde, por ejemplo, el grupo Desesperados Albaneses ensayó la recordada Disculpe la molestia; se hicieron exposiciones y desfiles. Pero la última experiencia importante que compartieron, esta vez con el doctor y escritor Alejandro Karavokiris, fue en septiembre de 2002, cuando montaron Lacientouno/Telépolis en la Facultad de Ciencias de la Educación (UNER). Se trató de una performance en la que confluyeron heliografías, cine, actuación, relatos poéticos, danza y música. “Fue su principal ideólogo, y una etapa renovadora y reveladora pues produjimos otras cosas que pinturas, con un concepto más contemporáneo”, expresó Hennekens. Y agregó: “Tenía mucha sensibilidad para ubicarse en cada lenguaje con su personalidad por encima de todo”. Es que, como describió Petrucci, “era un gran lector, observador y sutil escucha; reconocía la música que cada cuerpo puede hacer resonar”. Y no se guardaba sus saberes ni su sensibilidad, sino que “los derrochaba y era muy generoso”. Lo importante para Bellmann no era el ver sino el mirar: atreverse a mirar lo otro, lo no habitual, lo no registrado. Incluso proyectó una Anti-Escuela de Arte. “Esa era su apuesta; una búsqueda fiel a la expresión. La libertad siempre fue su horizonte, con tanta honestidad y seriedad que además de noches perdía kilos pintando”. Articulación de lenguajes y sentidos, atrevimiento y trabajo incansable serán algunas de las características recordadas en su extensa obra.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)
