Un sindicalismo reticente a las prácticas democráticas

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Lo que dejan ver los últimos conflictos gremiales

Antonio Tardelli

Pero advierte, ante la amenaza que pesa sobre la fuente laboral, que únicamente los anquilosados caudillos lo podrán rescatar. Los dinosaurios se vuelven necesarios, casi imprescindibles. El conflicto viene mal y anticipa derrota. En gran medida traicionándose, enhebra un discurso ante el burócrata salvador: “Para mí un sindicalista leal con sus representados, aunque no tenga la contabilidad de sus libros todo lo clara que es de desear, como ocurre a veces en nuestro país, hace más historia y vale más para el progreso social que todos los dirigentes de izquierda y progresistas reunidos”.

El poder sindical, para ser tal, va dejando en el camino cosas valiosas. Salvador Benesdra, el autor de “El traductor”, la novela que incluye la escena, estira el monólogo del izquierdista renegado. Desde su lugar de poder, el burócrata odiado y ahora requerido responderá algo más o menos así.

–Somos un sindicato, nacimos para enfrentarnos con las patronales. Pero siempre que podemos evitamos tener roces con la gente.
La obra fue publicada a fines de los años noventa, cuando todo era más nítido: un gobierno visiblemente antipopular, un sindicalismo oficial controlado por hombres de negocios y una resistencia popular construida desde lo alternativo. La década neoliberal, sin matices, señalaba con claridad dónde había que ponerse. El presente está lleno de grises, es más confuso. Pero en el fondo no es difícil identificar por dónde pasan las opciones antagónicas.

Es antigua la tensión que existe entre las direcciones sindicalistas conformistas y los delegados de base que, desde diferentes variantes de la izquierda, presionan por más participación y menos conciliación. El fenómeno ha reaparecido en este tiempo, fundamentalmente en los conflictos de Kraft y de los subterráneos. Las conducciones se han visto desbordadas o directamente repudiadas. Son episodios de una naturaleza política trascendente, pues ponen en discusión un modelo gremial e incluso, en un terreno más amplio, el afianzamiento de las prácticas democráticas en el conjunto social. Sin embargo, el análisis mediático del enfrentamiento suscitado entre la Unión Tranviarios Automotor (UTA) y los delegados críticos ha sido por lo general reducido a su dimensión municipal: los porteños se alejan de las consideraciones más estructurales y juzgan el lío desde la (es cierto, entendible) perspectiva urbana que pone el acento en los inconvenientes de traslado que ocasiona la huelga.

En un nivel bien fino se podrán observar las prácticas de los sindicalistas más dinámicos. También, por qué no, sus preferencias ideológicas, su sentido de la oportunidad, sus estrategias y sus alianzas. Lo que no se puede poner en duda es su atribución de pensar en voz alta y actuar en consecuencia en torno de las modalidades organizativas. Semejante derecho surge de una concretísima necesidad. Es algo absolutamente verificable: el desarrollo de los conflictos hizo evidente que las demandas de los trabajadores exigen estructuras que, por lo menos, estén en condiciones de canalizarlas. El orden sindical tradicional, está visto, se desentiende del problema.

Las crónicas de esta semana dejaron ver cómo, al menos en determinado momento, y al margen de intereses parcialmente diferenciados, el Ministerio de Trabajo, la empresa y el sindicalismo hegemónico constituyeron un solo bloque. Fueron una sola cosa. La huelga de los subterráneos se convierte así en la clase de episodio que debiera mover a la reflexión a los progresistas más seducidos por el accionar del gobierno. Momentáneamente el oficialismo debe archivar su discurso mejor, el más dulce a los oídos de la centroizquierda, para terminar encadenado a un sindicalismo que puede ser temido más no respetado. El modelo de Hugo Moyano es el que literalmente echó del gobierno nacional a una dirigente creíble como la ex ministra de Salud, Graciela Ocaña. Ensuciando sus modos correctos, el kirchnerismo una vez más termina dependiendo de ese régimen, lo que le genera un problema de credibilidad adicional.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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Por Sergio Rubin (*)  
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