La buscadora de espacios no obvios

Edición: 
1053
Entrevista con Cristina D’Ángelo, lectora del Tarot Madre Paz

“Traje para vender unos yuyitos para el mate, son de mi casa”, dijo LaCristi, tal como rezaba la cucarda que tenía en el pecho en aquella capacitación sobre coaching ontológico a la que habíamos caído las dos sin saber muy bien por qué. “Son para poder pagar el almuerzo. ¿Quién quiere comprar? Tengo lavanda, salvia, burrito”. “Qué desubicada”, pensé. Se había armado unos paquetitos con los nombres de los yuyos. “Para colmo la lavanda ni siquiera se usa para el mate”, seguí pensando. Al final, pudo vender algunos y con eso pagó la comida. Luego entendí que aquella actitud había sido un modo válido y fértil de conseguir lo que necesitaba. Muchos años después, con varias capas menos de prejuicios yo y muchísima más sabiduría ella, nos encontramos para entablar una conversación que puede o quiere ser una entrevista.

Nos encontramos en un rincón que ella misma armó en la Feria de Verano del Centro Cultural La Hendija. “Acá leo el tarot”, dice, mientras prende una velita y sahúma el lugar con palo santo. “Saquemos una carta para empezar” dice La Cristi. Sale una carta que tiene que ver con las ideas, con el pensamiento, y entonces pregunto:

—¿Dónde naciste, de dónde venís?
—Me nacieron en Buenos Aires, en Capital Federal, soy la séptima hija. Fui la única de los nueve hijos que salió sin romperle nada a mi mamá. Así me lo contó. Cuando me regaló ese dato, me sentí muy agradecida. Mi madre recordó incluso el día en que me concibieron: la noche del 24 de diciembre de 1963. Ellos eran muy católicos, y yo digo que soy un polvo sagrado. Viví hasta los 25 años en florida, partido de Vicente López, a media cuadra de la Avenida General Paz.
Mi madre crió gurises pero también se crió a ella misma. Era ama de casa pero no sólo criaba a sus hijos, era una mujer muy formada. Mi viejo era italiano, vino a los ocho años y trabajó siempre en una fábrica de guarniciones para cardas, que era industria metalúrgica para la industria textil. Era un autodidacta. No hizo el secundario nunca porque no pudo, pero venía un profe a casa a enseñarle matemáticas, dibujo técnico, templado de metales.

—¿Cómo terminaste viviendo en Paraná?
—Fue un camino largo. Viví en Buenos Aires, siempre sintiéndome sapo de otro pozo, lo único que soñaba era vivir en el campo y enseñar, salir de esa ciudad. Por algunas cuestiones de decisiones y de cómo era yo, me costó un poco eso: hasta los 31 años estuve ahí. Yo estaba recién separada de mi primer compañero y me encontré alguien con quien habíamos hecho algo de Gestalt y me invitó a ir a Bariloche tras un proyecto laboral artesanal. Yo había estudiado, trabajé en una escuela durante cinco años y me gustó mucho. Pero me di cuenta de que no era para las instituciones. No soy buena empleada. Es decir, sí soy buena empleada porque hago muy bien el laburo, pero no quiero ir a las siete de la mañana. Quiero hacerlo más orgánicamente y eso, en el mundo del trabajo, no es “ser buena empleada”. Cuando lo supe, me fui corriendo de la escuela. El proyecto artesanal que me propusieron era ideal entonces. La persona que me convocó no era lo que parecía. Yo iba a la feria y vendía. En la feria, si no producís, podés vender lo que hace quien es tu marido. Es decir, si sos familia. Esta persona sabía esta regla tácita, pero yo no. Entonces él me convenció de que dijera que éramos pareja.

(Más información en la edición gráfica número 1053 de la revista ANALISIS del jueves 22 de diciembre de 2016)

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